lunes, 31 de octubre de 2011

I. RENACIMIENTO Y HUMANISMO


  HUMANISMO Y RENACIMIENTO

Hubo en la evolución de la mentalidad medieval un momento en el cual muchos hombres de cultura dieron muestras de haber caído en la cuenta de lo que acaecía y se pusieron a dirigir con plena conciencia los cambios en acto, asumiendo al propio tiempo una actitud altamente crítica y polémica respecto de la cultura precedente. Tales fueron los humanistas, y humanismo se llamó el nuevo tipo de cultura promovido por ellos. El término trae su origen de la importancia suma que en la formación espiritual del hombre culto se atribuía a las humanae litterae, o studia humanitatis, en cuanto diver­sos de los estudios teológicos. Se rechaza el ideal medieval de la reductio artium ad Theologiam y se proclama, por el contrario, la autonomía e impor­tancia de las artes, que, con todo, no son en un principio otra cosa que las mismas siete disciplinas del trivio y el cuadrivio. Por lo demás, los humanis­tas no niegan en absoluto los derechos de la religión (son a menudo sinceros creyentes), ni la importancia de una formación religiosa seria; al contrario, en no pocas ocasiones abogan ellos mismos por ésta en oposición a la super­ficialidad y tosquedad de la educación religiosa corriente.


Sin embargo, los humanistas tienen perfecta conciencia de estar luchando por un ideal de formación humana plena, contra la “burda zafiedad” de la Edad Media, para ellos fielmente representada en la inelegante dureza del latín medieval. Por eso pregonaban la necesidad de estudiar directamente y con atención a los clásicos, y combatían los manuales escolásticos en que los “clérigos” habían aprendido por siglos el latín, memorizando feos hexá­metros preceptísticos y edificantes. Combatían asimismo contra las farragosas colecciones medievales de etimologías caprichosas y de noticias seudo-cientí­ficas recogidas aquí y allá de varias fuentes, sobre todo clásicas, así como contra las antologías de excerpta de autores clásicos y cristianos, contra las surnmae y los acopios de quaestiones, para no mencionar los interminables comentarios y los comentarios de los comentarios de sentencias aisladas o de textos de filosofía antigua, vueltos éstos las más veces irreconocibles por las deformaciones más o menos involuntarias de los amanuenses que los habían copiado.

Desde el fondo de las tenebrae medievales, los humanistas se sentían irre­sistiblemente atraídos por la luz de la clasicidad griega y latina. Parecerá cu­rioso que los principios de un proceso así de nuevo y revolucionario, como el que llevaría a la mentalidad medieval a desembocar en la mentalidad mo­derna, se hayan concretado en la forma de una vuelta al pretérito.

En realidad, no se trata de un “retorno”, sino de que el pensamiento clásico y en general la cultura grecorromana (filosofía, poesía, arte y ciencia) aparecen ahora como instrumento de liberación para escapar a las estrecheces del mundo medieval, o como un camino hacia una renovación radical del hombre en su vivir asociado e individual. Salvo contados casos de fanatismo anticuario e imitativo, los humanistas quieren marchar adelante, no volver atrás; pero para avanzar hay que salir de las estructuras inmovilistas, de las concepciones antihistóricas de la cultura medieval, cuyo mayor esfuerzo había sido no producir conocimientos nuevos, sino paralizar y fijar en pobres formas cristalizadas el complejo de conocimientos que el mundo clásico había logrado estructurar en los diversos campos del saber.

Por lo tanto, había que volver a las fuentes de la cultura y mediante el contacto directo y vitalizador con éstas cobrar el vigor necesario para una obra cultural que fuese creadora y no pura repetición. Por ello, a la actitud humanística la caracterizan, por un lado, la exigencia filológica de estudiar con cuidado los textos originales, y por el otro, una nueva conciencia histórica, ante la cual el hombre no es ya expresión estática de una especie inmutable, sino progresiva construcción histórica que se cumple mediante el progreso y la educación.

Por lo demás, el humanismo no es sino un momento, o por mejor decir, un aspecto de ese fenómeno más vasto que denominamos Renacimiento, Con este término indicamos no ya un regreso a lo antiguo, sino un conjunto de creaciones originales en el campo artístico-cultural, así como también en los de las costumbres y la política.

Es de anotar que la palabra tiene un origen religioso. El renacer es el segundo nacimiento del hombre nuevo y espiritual de que hablan el Evangelio de San Juan y las Epístolas de San Pablo (Parte II, § I). En la Edad Media la palabra se había utilizado para indicar con ella la espiritualización del hombre, su vuelta a la comunión con Dios, perdida con el pecado de Adán. En el periodo renacentista la palabra adquiere un sentido terrenal y mundano: es una renovación del hombre en sus capacidades y sus poderes, en su religión, arte, filosofía y vida asociada. Es la re-forma del hombre y su mundo, en el sentido de una vuelta a la forma original.

La vía del renacer es el retorno del hombre a sus orígenes históricos, a ese pasado en que ha sabido realizar la mejor forma de sí mismo. No se trata de imitar el pasado. Ciertamente hubo también imitación, pero fue el aspecto inferior e impropio del Renacimiento. De lo que se trata es de entrar en posesión de las posibilidades que el mundo clásico había ofrecido a los hombres y que, desconocidas o ignoradas por la Edad Media, tienen que volver a ser patrimonio de la humanidad. Hay que reanudar la labor de los antiguos, ahí donde los antiguos mismos la interrumpieron, continuada con igual espíritu para que el hombre recobre la altura de su verdadera naturaleza. Tal es el designio común de los hombres del Renacimiento. Para ellos la Antigüedad clásica es una “norma”, un ideal de renovación y búsqueda: norma o ideal que hay que descubrir de nuevo en toda su pureza. De ahí que el Renacimiento haya podido llegar al concepto de la verdad como filia temporis, es decir, del progreso de la historia a través de la cual el hombre refuerza y acrece sus potencias y merced al cual el hombre moderno, como un pigmeo sobre el hombro de un gigante, puede otear horizontes que los antiguos ignoraron.

LOS ORÍGENES DEL HUMANISMO

Mas el primero en emplear la imagen del pigmeo sobre el hombro del gigante fue Juan de Salisbury (cf. parte II, § 23), en plena Edad Media, dando así un ejemplo de aquellas anticipaciones medievales de las posiciones humanís­ticas, a que nos referíamos antes. No en vano Juan anunciaba también la corriente empirista que tanta importancia tendría para el pensamiento mo­derno.

Sin embargo, no hay que confundir las iluminaciones geniales y aisladas, que no expresan otra cosa que simples veleidades, con la efectiva maduración de una cultura nueva y constructiva.

También en Dante Alighieri la idea de “renacer” tiene un significado reli­gioso, moral y civil que no se aparta en lo más mínimo de los esquemas caros al Medioevo.

Sin embargo, aunque la cultura de Dante es medieval y escolástica, su obra poética anuncia ciertos aspectos fundamentales del Renacimiento. La poesía autobiográfica de la Vita nava expresa la renovación que sufre el poeta bajo la fuerza espiritualizadora del amor. Merced a esa renovación el poeta se hace capaz de componer según el “dolce stil novo” —el dulce estilo nuevo—, es decir, no movido por una fría elaboración doctrinal, sino inspirado por el amor que lo hace hablar como le dicta en el interior del alma (Purgatorio, XXIV, 49 ss.). En la Comedia la idea de la renovación se extiende del hombre individual a la humanidad entera y a las instituciones fundamentales, Iglesia y Estado. La finalidad del viaje de Dante por los reinos del trasmundo no se reduce a la salvación del alma del poeta. Dante está vivo y deberá manifestar su visión al regresar entre los vivos, a fin de que los hombres repitan con él su trayecto y al hacerlo se renueven en su compañía. El renacer del mundo contemporáneo; he ahí lo que Dante espera de su obra poética y ese renacer es una vuelta a los orígenes. La Iglesia debe renovarse retor­nando a la austeridad primitiva, según la admonición y el ejemplo de Santo Domingo y San Francisco. El Estado debe recobrar la paz, la libertad y la justicia que eran las prerrogativas del imperio de Augusto.

Francesco Petrarca (1304-1374) se desprende ya netamente del mundo me­dieval. Signo de esta separación es el escrito De suis ipsius est multorum ignoran tia que arremete contra la ciencia aristotélica en nombre de la antigua sapiencia romano-cristiana representada por Cicerón y San Agustín, a quienes Petrarca considera como fundamentalmente de acuerdo entre sí. Aquella ciencia es inútil para el hombre y su salvación, pues el hombre, más que indagar sobre las cosas eternas, tiene el deber de meditar sobre sí mismo, conforme a la exhortación agustiniana: nali foras ire. Pero hay en la perso­nalidad de Petrarca un contraste del que es en sumo grado consciente y que lo sustrae al espíritu de la Edad Media. Es el contraste entre la exigen­cia del espíritu y de la salvación eterna, que quiere al hombre concen­trado en sí mismo e indiferente a todo lo exterior, y el llamamiento del mundo, de la belleza, del amor, de la gloria. Este contraste forma la trama de su autobiografía, De contemptu mundi o Secretum, al igual que de su poesía y su vida entera, dividida entre el llamamiento del siglo y la voz de la meditación interior. Es el contraste por él dramáticamente representado cuando canta su amor por Laura, que por un lado lo incita a huir del mundo en busca de soledad, y por el otro lo empuja a buscar los honores, la coronación en el Capitolio y la gloria.

Pero también Petrarca espera y anuncia el nacimiento de una nueva era, En la canción al Spirito gentile (sin importar a quién la haya dedicado) espera que Roma sea llamada nuevamente a su “antiguo viaje” y recobre el pasado esplendor (“Roma mia sara ancor bella”). En su poesía reaparece a menudo el motivo de una vuelta a la edad áurea del mundo, es decir, a la edad de la paz y la justicia. Sus obras en latín están esencialmente destinadas a justificar esta esperanza. Petrarca quiere descubrir en los personajes de la Antigüedad, ora representándolos poéticamente en el África, ora evocándolos históricamente (De viris ilustribus, Rerum memorandarum libri), aquella humanitas que es la norma y el ideal educativo del hombre.

Sin embargo, Petrarca tuvo escasos intereses pedagógicos: representaba a los maestros como pobres infelices incapaces de aspirar a otra cosa; disuadía a sus amigos de dedicarse a la enseñanza. Ello no obsta para que muchos humanistas posteriores, padres de la nueva educación, se hayan inspirado en su pensamiento.

II. LA EDUCACIÓN HUMANÍSTICA EN ITALIA


 EL HUMANISMO COMO CONCIENCIA EDUCATIVA

De lo dicho en el precedente capítulo emerge ya el estrecho vínculo que existe entre humanismo y educación. El humanismo fue esencialmente una revolución pedagógica. Así lo consideraron los humanistas más insignes, ninguno de los cuales dejó de dedicar un tratado o, por lo menos, un buen número de elocuentes páginas a los métodos de la nueva educación, contraponiéndolos a los de la educación escolástica. “¡Dios inmortal!. ¡Qué tiempos aquellos en que, con magna solemnidad, se comentaban complicadamente en beneficio de los jóvenes los dísticos de Juan de Garlande; en que se iba casi todo el tiempo en dictar, repetir y hacer repetir insulsísimos versos; en, que se aprendía el Florista y el Floretus!... y luego ¡cuánto tiempo se despilfarraba con la sofística y con los inútiles laberintos de la dialéctica! Y para no ir más allá, con qué confusión y pedantería se enseñaban todas las materias, mientras cada profesor, queriendo lucirse, propinaba de inmediato a sus escolares, desde la más tierna infancia, las cosas más difíciles...”.

Los “insulsísimos versos” a que alude Erasmo en este fragmento de De pueris statim ac liberaliter instituendis son los de los auctores octo que campeaban en las escuelas en los tiempos de la escolástica tardía: se trataba de obrejas preceptísticas y moralizante s que en gran parte se memorizaban con auxilio del ritmo y en las cuales se hacían a los muchachos de catorce o quince años admoniciones de este calibre: no olvidar jamás qué “inmundo es el mundo, la carne furiosa, cruel el enemigo [el diablo]”. En lugar de estos textos de oscuros autores, el humanismo pondrá en manos de los jóvenes obras egre­gias de humanistas de primera magnitud, sobre todo poetas y prosistas an­tiguos.

La desconfianza de Erasmo por los “inútiles laberintos de la dialéctica” res­ponde a la postura humanística que aprecia más la filosofía moral que la enderezada a discurrir sutilmente sobre la esencia de las cosas. Sin embargo, a este propósito no será por demás hacer algunas aclaraciones. En los si­glos XV y XVI la situación de la cultura era muy diversa de lo que sería dos siglos más tarde. Todo lo conocible, en todos los campos, inclusive el científico y lógico, estaba contenido aún, en máxima parte, en las obras de la An­tigüedad clásica. El Medioevo había añadido a éstas poco o nada en cuanto a conocimientos propiamente tales y se había limitado a reelaborar y organizar, en forma a menudo artificiosa, limitada e imperfecta, un patrimonio cultural de siglos. Su ambición suprema era conciliarlo con las verdades de la fe.

Por consiguiente, incluso desde el punto de vista científico y filosófico, el retorno a la lectura directa de los autores clásicos, pasando por alto los comentarios, y los comentarios de los comentarios, que sobre ellos habían pro­liferado, representaba la solución más válida y fecunda. Y los humanistas, como veremos más adelante, no obstante su preferencia por los poetas, los histo­riadores y los moralistas, no por ello descuidaron las lecturas científicas y filosóficas.

Por tanto, la actitud humanística ante el tesoro cultural de la Antigüedad puede parangonarse a la reacción de un joven inteligente y lleno de intereses culturales, que hubiese hecho sus estudios en manuales mediocres o textos mutilados, o con comentarios deformantes, al que de pronto se le ofreciese la posibilidad de entrar en una biblioteca con todos los libros fundamentales en todas las ramas del saber. La credencial necesaria para ingresar en aque­lla biblioteca era un buen conocimiento del latín y el griego (y, en cierta medida, para las cuestiones religiosas, del hebreo). No es, pues, de maravillar que los humanistas se lanzaran de cabeza a la “filología”, una filología que, es de advertir, se proponía ante todo captar el verdadero sentido de los textos estudiados; tan es así que los conservadores acusan a las traducciones huma­nísticas de no ser suficientemente literales.

  CARACTERÍSTICAS DE LA EDUCACIÓN HUMANÍSTICA

Hay que insistir en este aspecto de preponderante interés por el contenido para no malinterpretar el aspecto formal de la actitud humanística. Por ejem­plo, a ningún humanista le ocurrió jamás decir que el estudio del latín y el griego, en cuanto tales, “enseñe a razonar”. El latín y el griego servían para remontarse a las fuentes de la cultura. En cambio, todos los humanistas pre­sentan la educación humanística como enderezada a “formar al hombre en cuanto hombre”, no médicos, ni jurisconsultos, capitanes o eclesiásticos, ni ningún otro tipo de profesional con capacidades particulares.

Otro de los caracteres fundamentales de la educación humanística es su integridad, es decir, la tendencia a cultivar en todos sus aspectos la persona­lidad humana, los físicos no menos que los intelectuales, los estéticos no menos que los religiosos. Pero integral no significa enciclopédico (por lo me­nos no en el sentido actual de la palabra), antes bien, los humanistas despre­ciaban la erudición barata y toda pretensión de omnisciencia sistemática, en lo que también se oponen al ideal medieval de las summae.

La educación formal e integral del humanismo coincide, pues, casi del todo, con el ideal latino de la humanitas profesado por Cicerón y Varrón, o con el ideal griego de la paideia como hubiera podido entenderlo Platón. Las ma­terias de estudio, las artes liberales no se estudiaban por ellas mismas, sino porque se las consideraba como las más aptas para desarrollar armoniosa­mente las facultades del individuo, y por lo general se integraban con activi­dades deportivas y artísticas como la equitación, la natación y la danza. Esta importancia atribuida a la armonía del desarrollo global quizá recuerde ma­yormente el ideal griego que el romano, al punto que muchos reconocen a la educación humanístico-renacentista un tercer carácter, además de los dos ya mencionados, es decir, un carácter estético.

En general se reconoce también un cuarto carácter a la educación humanística, el de ser aristocrática. Pero en esto, como podremos comprobarlo al ocupamos de cada uno de los autores, se corre el peligro de confundir una inevitable condición de hecho en que los humanistas debían trabajar, con una tendencia propia de su actitud. Que tendiesen a realizar una educación aristo­crática es verdad sólo en parte. No se olvide que también la educación clásica era aristocrática y que la exigencia de cultura a que los humanistas respondían se originaba sobre todo en las nuevas élites políticas y económicas.

Si acaso, en semejantes circunstancias, debería maravillamos el que muchos de los más grandes humanistas hayan aceptado como única aristocracia legítima la del ingenio, se hayan esforzado por favorecer mediante el estudio el ascenso social de jóvenes de modesto origen (como hará Vittorino da Feltre, con ejemplar abnegación), y hayan incluso llegado a teorizar la absoluta igualdad inicial y la idéntica dignidad de todos los hombres, como hará Moro en su comunizante Utopía. Aquí probablemente deberíamos añadir que el mensaje cristiano no había sido en vano y que la tendencia humanística a remontarse hacia las fuentes evangélicas originales actuó como profunda levadura para volver más rico y verdadero el sentimiento de la humanitas heredado de la Antigüedad clásica.

Sin embargo, el hecho es que los humanistas no se ocuparon para nada de la educación popular, y que descuidaron también la educación artística en todos los aspectos en que ésta tenía puntos de contacto con la actividad artesanal: pintores, escultores y arquitectos se formaban en los “talleres”, mediante el aprendizaje directo, y aunque en ellos repercutió profundamente la nueva corriente humanística, sólo en raros casos disfrutaron de una educación humanística propiamente dicha.

Por consiguiente, el humanismo, en cuanto movimiento socio-cultural, no superó el prejuicio contra las actividades manuales ejercidas para ganarse la vida. De hecho, las escuelas humanísticas no sólo eran escuelas para pocos elegidos (como era inevitable), sino que en general acogían a jóvenes desti­nados a ocupar puestos privilegiados o al ejercicio de profesiones “liberales”, Hay ejemplos de ricos mercaderes que daban a sus hijos una educación literaria completa, con la condición de que no debían ser ni médicos, ni abo­gados, sino sólo mercaderes.

Sin embargo, los humanistas lograron vencer un prejuicio, o sea, el que impedía el acceso de la mujer a la alta cultura. No reconocen ninguna dife­rencia sustancial de ingenio entre los dos sexos y aplican a la educación de las jóvenes de alto rango métodos casi iguales a los empleados para los mucha­chos, llegando, en ciertos casos, a una verdadera coeducación.



12.  LAS ESCUELAS HUMANÍSTICAS Y LAS ACADEMIAS

Naturalmente, también la práctica efectiva de la educación humanística se afirmó en Italia antes que en el resto de Europa. Muchos de los más gran­des humanistas fueron también maestros no sólo de categoría universitaria, sino también en el nivel medio. Algunos de ellos, como Gasparino Barzizza (1359-1431), profesor de Padua, al mismo tiempo que enseñaban públicamen­te en una universidad; mantenían por su cuenta pequeñas escuelas-pensión (contubernia), es decir, aceptaban como pensionados a jóvenes a los que pre­paraban en los estudios clásicos del nuevo tipo y para los cuales no eran suficientemente propedéuticas las escuelas comunales atendidas por el clero o por modestos profesores municipales.

Por lo que toca a los estudios universitarios, ya hemos dicho que los hu­manistas tropezaban a menudo con no pocas dificultades para introducir en ellos sus enseñanzas y su espíritu. Esta circunstancia, junto con el surgimien­to de una situación político-social en la que nuevas clases pudientes y nuevos señores ilustrados demostraban un profundo interés por la cultura, sin que ese interés hallase satisfacción por los normales conductos universitarios (por lo demás, la Universidad preparaba teólogos y juristas, pero concedía poco a la cultura “desinteresada”), determinó el surgimiento de algunas instituciones privadas de alta cultura, las “Academias”.

Cada Academia se proponía promover un determinado tipo de estudio. Se trataba de materias no cultivadas en el campo universitario, o a las que se que­ría dar una forma nueva y diversa de la escolástica que aún predominaba en las universidades. Tal es el caso de la Academia Platónica fundada en Flo­rencia por Cósimo el Viejo a inspiración de Gemisto Pletone, y dirigida por Ficino. Su objetivo era predominantemente filosófico, pero promovía un pla­tonismo de tipo nuevo del que nos ocuparemos más adelante. Muerto Ficino y expulsados los Médicis, la Academia pasó bajo el patrocinio de la familia Rucellai (y celebró sus reuniones en los famosos huertos “Oricellari”), asu­miendo un carácter cada vez más político hasta convertirse en sede de con­juras antimediceas, de modo que en 1522 se la dispersó al reprimirse la con­jura contra el cardenal Giulio de Médicis, futuro Clemente VII.

Carácter arqueológico y erudito tuvo la Academia Romana, fundada por Pomponio Leto, con los auspicios de los papas, y carácter literario la Acade­mia Pontaniana, patrocinada en Nápoles por los Aragón y bautizada así en honor de su más famoso director, Pantano.

En el siglo XVI florecerán nuevas academias literarias (por ejemplo, la de los Infiammati en Padua, o la Florentina) o filosóficas (como la que fundará Telesio en Cosenza), mientras que en el siglo XVII surgirán las primeras aca­demias científicas.

En general, las academias representan la laicización de la alta cultura. Esto no significa que no colaborasen con ellas eclesiásticos y espíritus sinceramente religiosos, sino sólo que ha surgido un nuevo tipo de hombre de estudio que no es necesariamente ni eclesiástico ni profesionista de la cultura (médico, abogado, maestro), sino que vive de renta, de mecenazgo u ocupa incluso cargos públicos. Las academias son el lugar natural de reunión para quienes cultivan disciplinas afines, incluso si lo hacen, como se diría hoy, en calidad de “diletantes”.

Las academias no son pues instituciones educativas, y no sustituyen a las uni­versidades como instrumentos de enseñanza superior, si bien colman las insufi­ciencias de éstas en cuanto sedes de elaboración de la alta cultura.

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