Totalmente diversa es la obra de los dos máximos escritores franceses del siglo XVI que se ocupan de cuestiones pedagógicas, François Rabelais (1494-1553) y Michel Eyquem señor de Montaigne (1533-1592); ambos propenden por un individualismo total que parece ignorar casi del todo los problemas políticos y sociales.
Se trata de un individualismo muy diferente del individualismo del Renacimiento italiano, donde cada uno era “forjador de su propia fortuna”. En Rabelais y Montaigne se trata más bien de encontrar la mejor manera de organizar la propia vida privada, volviéndola tan placentera como sea posible mediante un continuo enriquecimiento cultural que es fin a sí mismo.
Sin embargo, las diferencias entre estos autores son muy acentuadas. Rabelais literato y médico, autor de una famosa novela satírica, Gargantúa y Pantagruel, escarnece sin compasión la cultura pedante, árida y mnemónica de derivación escolástica y se inclina por una especie de enciclopedismo naturalista que comprende, entre otras cosas, un amplio estudio lingüístico, literario e histórico del pasado.
Gargantúa y Pantagruel son dos gigantes, padre e hijo, que pasan por las aventuras más hilarantes e inverosímiles que sea dado imaginar, de acuerdo con los módulos de un cierto arte populachero por entonces en boga, que en Italia tuvo como máximo representante a Pulci. Pero el fondo es serio: se admira sin reservas a todos los progresos culturales de los nuevos tiempos; se demuestra una sed insaciable de saber ya sin ninguna prevención contra los conocimientos técnico-artesanos; se aboga por una especie de religión cristiana simplificada e interiorizada; se habla de una singular “abadía de Théleme” fundada por Gargantúa y que tiene por lema: “Harás lo que querrás”; feliz comunidad laica cuyos miembros “conversando en honesta compañía tienen por naturaleza un instinto y un acicate que los impulsa sin cesar hacia la virtud y los aleja del vicio: lo llaman honor”.
El optimismo rabelesiano acerca de la fundamental cordura de la naturaleza humana va, pues, más allá del optimismo humanístico preocupado por dominar y orientar oportunamente, mediante los preceptos de los magnos antiguos, las pasiones y las tendencias irracionales. Según Rabelais, el modo mejor para que las tendencias naturales se expandan en plenitud y armonía es darles rienda suelta.
Más cauto y casi escéptico se nos muestra, por el contrario, Montaigne, espíritu refinado y aristocrático cuanto Rabelais lo es populachero hasta los límites de la grosería.
Montaigne está empapado en lecturas clásicas hasta la médula de los huesos, pero no las utiliza en ejercicios retóricos sino como precioso material para estudiar la naturaleza humana, completándola con la observación directa, de la que fue maestro. Observación que es ante toda introspección: “Me estudio a mí mismo más que a ninguna otra cosa”, declara en los Ensayos, “ésta es mi metafísica y mi física”. Radicado casi permanentemente en su feudo hereditario para sustraerse a las sanguinarias guerras político-religiosas de su tiempo, cuidó por sobre todas las cosas su propia independencia material y de criterio y disfrutó de su soledad, de la que habla en términos dignos de Epicteto.
Es significativo que al género literario predilecto del periodo humanístico, o sea, el diálogo, haya preferido un género nuevo, que posteriormente a él conocerá una inmensa fortuna, el “ensayo”. El ensayo es un coloquio consigo mismo, es descubrimiento del propio yo profundo, o como él dice, de la forme mattresse en que se expresa nuestra personalidad.
El procedimiento de Montaigne es pues, esencialmente, autobiográfico. Lo que quiere es representarse en cuanto hombre para alcanzar así el conocimiento de la naturaleza humana. Considera el estoicismo y el escepticismo, aprendidos en los escritores antiguos, como las dos experiencias fundamentales con las que espera conquistar la libertad espiritual. Abraza la tesis estoica de que los hombres son atormentados por las opiniones que tienen sobre las cosas y no por las cosas mismas, porque desea aliviar “la mísera condición humana”, reconociendo a los hombres el poder de despreciar esa, opiniones y enderezalas al bien.
Por otra parte, la experiencia escéptica debe curar en los hombres la presunción, que es su mal natural y original, y conducidos hacia una aceptación lúcida y serena de su condición. El solo conocimiento que posee el hombre es el conocimiento sensible, pero carece de un criterio seguro para discernir entre las apariencias falsas y las verdaderas. No tenemos medios para verificar las percepciones sensibles mediante una confrontación con las cosas que las producen en nosotros; por consiguiente, no podemos verificar su verdad, de la misma manera que quien no conoce a Sócrates no puede decir si su retrato se le asemeja. “No tenemos comunicación con el ser porque la naturaleza humana está siempre entre el nacer y el morir y no capta de sí más que una apariencia oscura y umbrátil, una incierta y débil opinión. Y si por ventura nuestro pensamiento se obstina en aferrar su ser, es como si quisiera apretar el agua en el puño: mientras más apriete y aferré lo que de su natura escapa por todas partes, más perderé lo que quería apretar y retener”.
Por esta esencial inconsistencia e inestabilidad no es posible fijar al hombre ni reconocerle una determinada naturaleza. La vida humana es un continuo experimento que no se concluye jamás, definitivamente. “Si mi espíritu pudiera afirmarse, dejaría yo de experimentarme y me resolvería; pero está siempre en aprendizaje y a prueba”. Por eso Montaigne se limita a describirse con absoluta sinceridad “como Michel de Montaigne, no como gramático o poeta o jurisconsulto”, es decir, en aquel fundamento humano que es la sustancia común de todos los hombres.
Por lo demás, condena todo intento de evadir los límites propios del hombre en cuanto tal, toda queja sobre la suerte y la condición del ser humano. Es inútil imaginar una naturaleza más perfecta que la del hombre y lamentar que no se le haya sido concedida a éste. Es menester que el hombre acepte su condición y su suerte y que sólo aspire a comprender con claridad la una y la otra. Ésta es la meta del filosofar autobiográfico de Montaigne.
A este filosofar se adherirán Descartes y Pascal, quienes tendrán también la mirada puesta en el hombre y se preocuparán por aclarar la condición del ser humano en el mundo.
Como es evidente, a una tal posición en el orden filosófico no podía corresponder en el orden pedagógico más que una despiadada crítica del “pedantismo” gramatical y erudito de las escuelas. “Si del estudio no va a resultar un espíritu mejor y un más sano raciocinio, prefiero que mi alumno pase la vida jugando a la pelota; por lo menos su cuerpo ganará en agilidad”.
Naturalmente, el “sano raciocinio” de un “espíritu mejor” debe estar libre de prejuicios sociales y falsos orgullos disfrazados de seudo-cultura. A este respecto advierte Montaigne: “Volvamos los ojos hacia la tierra, hacia los pobres que sobre ella reclinan la cabeza, después del trabajo, que ignoran a Aristóteles y a Catón, que no conocen ejemplos ni preceptos: no hay día que la natura no haga surgir de entre ellos ejemplos de constancia y paciencia más puros y rectos que los que estudiamos con tanto interés en la escuela”.
Se requiere pues una educación que produzca “cabezas bien hechas” no “cabezas bien llenas”. Esto implica, por otra parte, que en cualquier materia es necesario absorber, en la mayor medida posible, experiencia y conocimientos por contacto directo, a través de la práctica, sin pesados bagajes de reglas formales. El mismo Montaigne cuenta que fue así como aprendió el latín, y asegura que lo conoce a la perfección aunque aún no sabe “qué es un adjetivo, un conjuntivo, un ablativo”. Sin embargo, preferiría que con ese mismo sistema se aprendiesen, viajando, las lenguas modernas. De todas maneras, lo que verdaderamente importa es que el niño observe la naturaleza que lo circunda, en todos sus aspectos físicos y humanos, y que el maestro lo haga “caminar ante sí”, es decir, que le deje una autonomía suficiente en cuanto a la dirección y el ritmo del progreso cultural.
Formar la facultad de raciocinio, formar un espíritu ágil y crítico: he ahí la finalidad auténtica de la educación. Históricamente, el individualismo de Montaigne se nos aparece como un momento de recogimiento provisional; ahí donde él se limitó a observar con tranquilo despego, apenas teñido de ironía, las instituciones políticas y sociales, sus mejores discípulos ideales, los pensadores de la Ilustración, serán críticos inmisericordes y sarcásticos de esas instituciones, basándose en la autonomía de juicio de que son magistral lección los Ensayos.
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