La obra aristotélica ha ejercido una gran influencia en el pensamiento occidental aunque sólo en el siglo XIII se redescubrió el cuerpo principal de sus escritos en Europa Occidental. Sin embargo, a partir de entonces, y de manera especial desde el siglo XV, que fue cuando se conoció el grueso de sus escritos, su obra alcanzó enorme fama, siendo aceptada como autoridad máxima en gran número de cuestiones intelectuales. En efecto, durante mu¬chos siglos todo aquel que deseaba proponer alguna teoría filosófica o científi¬ca, por lo general se sentía obligado a indicar dónde y por qué difería de Aristóteles. Por desgracia, a pesar de todo no nos han llegado completas las obras de Aristóteles y cuanto poseemos son principalmente copias de lo que se cree fueron los apuntes de sus lecciones (o en algunos casos los apuntes que tomaron sus alumnos). Esto explica en parte dos diferencias con la obra de Platón que de inmediato resaltan. En primer lugar, el estilo de Aristóteles no es tan terso y en algunas partes resulta reiterativo, e incompleto en otras; en segundo lugar, sus ideas sobre educación se han conjuntado a partir de cierto número de sus libros, y no poseemos ningún tratado educativo completo comparable a la República de Platón.
La bibliografía' que aparece al final de esta sección presenta una lista de las obras principales de Aristóteles y de los temas que tratan. Los que más relación tienen con sus ideas educativas son la Ética nicomaquea y la Política, que son las fuentes principales de su filosofía moral y política. Esos dos libros contienen el resto de sus escritos explícitos sobre educación y de muchos otros asuntos que tienen relación directa con su filosofía educativa en general. Antes de escudriñar esas obras anotaremos brevemente algunas de las características principales del pensamiento aristotélico en lo esencial y veremos en qué diverge del de Platón. Se ha dicho (en un principio por Samuel Taylor Coleridge) que todo hombre al nacer es o platónico o aristotélico y parece cierto que, entre ellos, los dos filósofos abarcan la mayor parte de los puntos de vista principales que se pueden adoptar sobre cuestiones filosóficas. Esto no quiere decir que se opongan en todos los temas, por el contrario comparten unas cuantas ideas, incluidas algunas sobre educación.
La diferencia filosófica básica entre los dos estriba en que mientras Platón fue un idealista, Aristóteles fue realista. Es básico en toda la filosofía de Platón que existen dos mundos de la realidad, el mundo real o sensible y el mundo ideal o inteligible; para Aristóteles no hay esa clara división. Para él, todo nuestro conocimiento trata sobre el mundo real (el mundo que perci¬bimos a través de los sentidos) y las formas que Platón contempla como entidades separadas en el mundo ideal, Aristóteles las considera pertenecientes a los objetos materiales; esto es, todo objeto se compone tanto de materia como de forma y no es necesario postular otro orden de la realidad para explicar la que percibimos directamente en la experiencia cotidiana. Esta influencia filosófica fundamental se refleja también en lo que los dos filósofos consideraban como el método básico de razonamiento. Debido a que Platón creía que todo nuestro conocimiento se deriva de las formas básicas, o Ideas, que de un modo u otro se hallan presentes en nosotros desde el nacimiento, el proceso fundamental del pensamiento consiste en la decisión de partir de principios generales (universales) hasta llegar a hechos particulares. Este es precisamente el método de razonamiento que se emplea en matemáti¬cas, tema que tanto recalcó Platón.
Aristóteles, por otro lado, al creer que nuestro conocimiento se va estructurando por extracción de la forma o esencia de un objeto al experimen¬tar los casos particulares del mismo, prefirió el método inductivo de razonamiento, que empieza con los hechos particulares y pasa a generalizaciones basadas en ellos. Sin embargo, como raramente logramos experimentar todos los casos particulares en un principio general, Aristóteles afirma que se requie¬re un salto intuitivo final para alcanzar la conclusión apropiada (esto es, por lo que denomina el acto de la “razón intuitiva” vemos que todos los demás casos han de ser iguales a los que hemos experimentado y que por tanto la generalización es verdadera). Una de las tareas fundamentales del maestro, por ende, es proporcionar al niño las experiencias concretas necesarias para realizar ese juicio reflexivo final que conduce al conocimiento definitivo. El niño al nacer tiene la mente como una tableta en blanco —tábula rasa— en la que se reciben las experiencias sensoriales y luego, por la acción de la potencia racional latente en la mente, se van estructurando los principios generales o conocimientos como los advertimos. Este esquema del modo en que adquiri¬mos el conocimiento ha influido notablemente en los sistemas de enseñanza y de aprendizaje hasta los tiempos modernos, y sobre él se funda el concepto tradicional de que la tarea del maestro es ir proporcionando los necesarios conocimientos a la mente en desarrollo.
Es evidente que Aristóteles también se dio cuenta de que es posible el razonamiento deductivo y tuvo mucho que decir sobre la naturaleza del silogismo (que es la forma básica del argumento deductivo); pero sobre todo subrayó que el método inductivo era el primordial, tanto en aprender como en enseñar. Es también, en general, el método de razonamiento que se emplea en la ciencia y por lo mismo no ha de sorprender que Aristóteles (a diferencia de Platón) diera un lugar importante a las ciencias empíricas entre las asignaturas que se enseñaban en el Liceo. De manera general, pues, mientras que las opiniones filosóficas de Platón lo inclinaban a mirar más allá del mundo de la experiencia común al buscar respuestas básicas a los problemas humanos, la perspectiva de Aristóteles lo llevó a examinar la experiencia del sentido común con minucioso detalle, para encontrar respuestas a partir de ella. Por lo mismo podría decirse que Platón es más atractivo al hombre místico, mientras que Aristóteles lo es para el hombre de mente práctica; pero en realidad cada una de sus filosofías contiene la suficiente riqueza y variedad para interesar a todas las personas.
Antes de volvemos directamente a las ideas educativas de Aristóteles, es necesario saber algo acerca de su opinión sobre la naturaleza del hombre. (La fuente principal al efecto es su libro De Anima). Aristóteles sostenía que el hombre posee un alma que proporciona la forma al cuerpo, que es la materia. Esto no se debe confundir con la idea cristiana del alma; la concepción aristotélica no necesariamente implica ninguna conexión sobrenatural. Asevera que el alma se puede dividir en dos partes: la racional y la irracional (estrictamente, la “no-racional”). Esos dos aspectos proporcionan el medio para la operación de las tres funciones básicas del hombre: la intelectiva (razón), la apetitiva (los deseos instintivos) y la vegetativa (los procesos biológicos). La función intelectiva está controlada por el alma racional, la vegetativa por la no-racional y la apetitiva o concupiscente cae bajo el control de ambas. Esto básicamente significa que los deseos e instintos no son racionales en sí mismos, sino que se pueden regular de diversa manera por el poder de la razón. El hombre es el único ser viviente que posee esas tres funciones. Las plantas tienen sólo la vegetativa, los animales la vegetativa y la apetitiva. El hombre, por tanto, se distingue por sus capacidades intelectuales; de donde la famosa definición aristotélica del hombre como “animal racional”. Lo mismo que Platón, Aristóteles da suprema importancia a la capacidad de razonar, de donde se infieren implicaciones para su pensamiento educativo (que se indicarán más adelante ).
Consideremos ahora la Ética, donde se explicitan las ideas educativas de Aristóteles. Su tesis se puede resumir de la siguiente manera. Empieza en el Libro 1 sosteniendo la opinión teleológica de que todas nuestras acciones llevan algún propósito. Luego se pregunta cuál puede ser ese propósito general que subyace a las acciones del hombre y responde: “la búsqueda de la felicidad”. Este es el único fin auto suficiente. En otras palabras, la felicidad es lo único por lo que no tiene sentido preguntar: “¿por qué deseas eso?” Pero la felicidad sólo se puede lograr, afirma Aristóteles, si somos virtuosos. ¿Qué, pues, es la virtud? Recuérdese que Platón también trató de dar respuesta a esta cuestión y dedujo que la virtud y el bien verdadero sólo lo pueden lograr una pequeña minoría. La Forma del Bien, que es la esencia de toda virtud, sólo se puede aprehender por pensamiento puro; y sólo por aquel reducido grupo de personas que pueden alcanzar el pináculo del sistema educativo de Platón. A Aristóteles no le satisfizo esa respuesta y para resolver el problema hizo una distinción importante entre la virtud moral y la intelectiva. La primera correspondía a la función apetitiva y la segunda a la intelectiva del alma humana. La virtud intelectiva equivale más o menos a lo que denomina¬ríamos inteligencia.
Hay que añadir aquí que la palabra griega que traducimos por “virtud”, are té, tiene una connotación mucho más lata que el concepto actual de virtud. Más o menos viene a significar “excelencia interior” o “disponibilidad”. Teniendo esto presente es más fácil ver por qué Aristóteles considera la virtud como algo esencial para la felicidad. Si una persona carece de virtud no funciona como debería, y por lo tanto no cumple eficientemente sus propósitos y, por lo mismo, le es imposible alcanzar la felicidad. No quiere esto decir que Aristóteles no hable de las cualidades morales como las conocemos; es obvio que a ellas se refiere, según indican muchos de sus ejemplos (el valor, la honestidad, etc.). No obstante, bajo el mismo encabezado incluye la inteligencia y todas las demás cualidades que auxiliarán al hombre a lograr su propósito en la vida, a saber, la felicidad. Sin embargo, es la virtud moral lo que se contempla de manera específica en la Ética, y en el Libro II procede a examinar su naturaleza precisa. La describe como una disposición a escoger entre dos externos de conducta. Por ejemplo, la virtud del valor es un medio entre los extremos de la cobardía y de la temeridad. La idea de la acción virtuosa como término medio entre dos extremos ha sido muy popular entre los moralistas a partir de Aristóteles y se la conoce como la doctrina de la “áurea mediocridad”.
La tesis aristotélica de que la virtud es necesaria para la felicidad podría parecer que asume una actitud expeditiva frente a la virtud: la deberíamos seguir sólo porque nos reportara felicidad. Pero aquí, una vez más, el sentido que damos a la felicidad no es idéntico al dado por Aristóteles. La eudaimo¬nia, que es la palabra griega que traducimos por “felicidad” no significa sólo un sentimiento de goce personal (véase por ejemplo lo que dice Aristóteles al efecto, en el Libro X). Significa vivir la buena vida, hacer el Bien, además de pasarla bien y comporta basar el propio comportamiento en la razón y la moralidad. Además no es algo que venga y vaya, sino algo que debe perdurar durante toda la vida. Como afirma Aristóteles en el Libro 1 “una golondrina no hace verano; como tampoco un buen día. Y un día, o incluso un breve periodo de felicidad, no vuelve al hombre entera y perfectamente dichoso”.
Todo lo anterior tiene implicaciones obvias para la educación moral, y Aristóteles pasa a tratar directamente la cuestión de cómo se puede adquirir la virtud (o esa, la disposición para elegir el término medio). Ha dicho ya al principio del Libro II que mientras que la virtud intelectiva se logra primor¬dialmente mediante la enseñanza, la virtud moral se recaba por el hábito. La respuesta que da Aristóteles, por lo tanto, es muy diferente de la de Platón. En consonancia con su enfoque filosófico empírico y de mayor sentido común, cree que la moralidad se desarrolla a través de la experiencia, por la repetición de buenas acciones hasta que se convierten en parte de nuestro carácter.. De aquí la gran importancia de disponer de una guía atinada de los padres y maestros; es esencial que nos acostumbren ya desde temprana edad a que realicemos los actos debidos. Luego Aristóteles plantea la siguiente objeción a su propio pensamiento: ¿cómo podemos realizar actos morales si no somos ya morales? Considérese con cuidado la respuesta que da, advirtiendo de manera particular la distinción que propone entre actos de acuerdo con la moralidad y actos morales pro¬piamente dichos. Ahora pondérese si describe correctamente el modo en que la educación moral de los hijos debería comenzar y cómo debería ocurrir la transición hacia una conciencia moral plena. ¿Dice Aristóteles lo bastante acerca de esa transición y habría de inhibirla el hábito de la educación temprana que recomienda?.
Un problema importante derivado de tal discusión es averiguar en qué actividad se pone mejor de manifiesto la actitud del hombre (o en qué actividad se logra el tipo más elevado de virtud), que será la actividad que por tanto le reportará la máxima felicidad. Su respuesta (que se da en el Libro X) es la contemplación; es aquí donde la función distintiva del hombre, la intelección, queda más de manifiesto. Como hemos visto, subraya el hecho de que de todos los seres vivientes sólo el hombre tiene capacidad de razonar y trata de entender y explicar la naturaleza y el mundo en el que vive. Es interesante advertir que Aristóteles se acerca mucho a Platón aquí, quien hizo gran hincapié en el pensamiento puro y en la dialéctica como la actividad más excelsa del hombre. (Sin embargo ya se habrá dado usted cuenta en este momento de que aquello que consideraban como los objetos más apropiados de esa potencia de razonar y de contemplación difiere considerablemente.) También es interesante advertir la semejanza entre las conclusiones de Platón y de Aristóteles a este respecto y la de ciertos místicos orientales y de otros que insisten en la meditación. Una vez más, sin embargo, los objetos de esta meditación pueden ser bastante distintos de los propuestos por los dos filósofos griegos, aunque pueden tener algunas semejanzas, al menos en el caso de Platón.
Así, pues, la meta educativa básica de Aristóteles, al igual que la de Platón, es producir filósofos o al menos hombres que tengan tiempo, inclina¬ción y capacidad de entregarse a la vida de la razón y de la contemplación. Lo que exigen, tanto esto como las demás recomendaciones educativas de Aristóte¬les, por lo que se refiere a planes políticos, es lo que vamos a examinar en su Política. En esta obra, Aristóteles relaciona las conclusiones morales a las que ha llegado en la Ética con la sociedad en general y bosqueja el tipo de educación que se requiere para producir tanto el Estado ideal como al hombre virtuoso y feliz que manifiesta vida contemplativa. Al igual que Platón, Aristóteles divide el Estado en gobernantes, guerreros y trabajadores. (Los esclavos no son contados como miembros del Estado.) Sólo los dos primeros grupos son capaces de una auténtica virtud pero en realidad no se trata más que de una ampliación del punto de vista platónico sobre que sólo los gobernantes son capaces de entender realmente la naturaleza de la virtud (esto es, aprehender la Forma del Bien). La opinión de Aristóteles de que la virtud moral está más ampliamente distribuida en la población que cuanto concede Platón se debe principalmente a su concepción más vasta del modo como se adquiere la virtud. Gran parte de la Política está dedicada al análisis de tres formas distintas de gobierno: monarquía, aristocracia y polidad, y lo que Aristóteles denomina sus correspondientes perversiones: despotismo, oligarquía y democracia. Se inclinaba por la polidad, donde todos los ciudadanos plenos tienen derecho a participar. La polidad, por tanto, tiene una base más amplia que la aristocracia (que era la favorita de Platón), pero no tanto como la democracia, que consideraba carente de forma y que operaba principalmente para beneficio de los patanes y los pobres. Como se verá de sus observaciones al principio del Libro VIII, Aristóteles creía con gran firmeza que el Estado debía poseer control completo sobre educación, que ésta debería ser la misma para todos (esto es, para todos los ciudadanos; los trabajadores y los esclavos no son considerados dignos de la educación como tal, sino sólo de un entrenamiento mínimo necesario para desempeñar sus tareas) y que el proceso de la educación debería consistir en moldear a los niños para que se conviertan en los tipos de ciudadanos requeridos por el Estado. Todo esto es una característica muy importante del patrón tradicional de educación y contra la que reaccionaron con rigor los filósofos progresistas como Rousseau y Dewey. Aristóteles nunca delinea con detalle sus ideas sobre cómo estructurar el plan de estudios, aunque por las diversas observaciones que hace (de manera principal en los libros VII y VIII de la Política) es posible ,darse cierta idea del plan educativo en general que contemplamos. Pretendía dividir el desarrollo educativo de los niños en cinco etapas. Primero la infancia, que es el periodo de crianza y el principio de la formación de hábitos. Aquí el aprendizaje principal estriba en los movimientos corporales. Áristóteles recomienda acostumbrar a los niños al frío ya desde edad temprana, porque según dice reporta salud y los prepara para el servicio militar. La segunda etapa llega hasta los cinco años de edad. Hasta aquí no debería haber ni lecciones que estudiar ni quehaceres obligatorios. En esta etapa son importantes las habilidades físicas y los juegos. Al igual que Platón, recomienda que se controlen con cuidado las experiencias de los niños peque¬ños para que no aprendan nada perjudicial. Esto, evidentemente, va de acuerdo con la opinión aristotélica de que la virtud moral sólo se logra adquirir por el desarrollo moral de buenos hábitos, lo que depende del tipo de buenos ejemplos y de guía que se proporcione. Por lo tanto, todos los relatos o la música que el niño escuche han de pasar por estricta censura, para garantizar que constituyan una experiencia moralmente benéfica. La tercera etapa es muy breve y dura desde los cinco a los siete años y es una continuación de la educación anterior, cuando los niños empiezan a observar y a remedar a los demás niños. Las etapas cuarta y quinta ocupan los años que van desde la edad de siete a la pubertad (el momento preciso no queda especificado), y de la pubertad a los 21, respectivamente. Se trata de un periodo de educación pública, dirigida por el Estado, en que se imbuye a los niños las capacidades básicas y el conocimiento necesario para un funcionamiento bueno y continuo del Estado. Aristóteles no plantea con detalle las asignaturas que se deberían enseñar o cuando se deberían introducir y completar. (Sin embargo es cierto que la gimnasia, la lectura, la escritura, la música y el dibujo están entre las asignatu¬ras a estudiar.) Nada debe efectuarse en demasía, a pesar de todo, porque esta sólo conduce, según dice, a la vulgarización.
Aparte de su valor utilitario, esas asignaturas llevan el propósito de preparar al ciudadano para el periodo sexto y definitivo de su educación, que ha de durar por el resto de su vida y pasa más allá de los confines de la escuela. Es el periodo de la educación liberal; liberal tanto en el sentido de que libera a la mente de la ignorancia como de que es la idónea para los hombres libres. Comporta los estudios que creemos eran enseñados en este Liceo (que eran también muchos de los temas tratados en los escritos del propio Aristóteles): matemáticas principalmente, lógica, metafísica, ética, po¬lítica, música, poesía, retórica, física y biología. Es este periodo final el que, a todas vistas, interesaba más a Aristóteles y el que consideraba valioso por sí mismo o con un valor intrínseco. Es aquí donde se realiza el ideal de la contemplación ociosa. Recuérdese que sólo una minoría de toda la población podía alcanzar ese estadio y que el hecho de que pudieran dedicar sus vidas a tal ideal sólo era posible en una sociedad basada en la esclavitud. Sin embargo existen implicaciones importantes para la sociedad actual en lo que se refiere a cómo emplear el tiempo libre. Debido a que la mayoría de la población tiene ahora mucho más tiempo libre que en el pasado (en gran parte por el advenimiento de la máquina, que ha ocupado el lugar del esclavo en la sociedad griega), la cuestión de qué se debería hacer con ese tiempo es ineludible. Si se pudiera persuadir a la gente a que dedicara una proporción importante de ese tiempo a la educación liberal, como opina Aristóteles, sería de inmenso valor tanto para la sociedad como para los propios individuos. No quiere esto decir que se deban excluir las recreaciones y diversiones ordinarias, sino que al menos algunas de las horas de holganza de la gente se deberían dedicar a la ampliación de su vida intelectual y cultural. Como afirma Aristóteles, esto ha de resultar obviamente en una concepción más rica y completa de lo que significa ser hombre. En efecto para alcanzar tal estado de cosas se requeriría gran expansión de las instalaciones educativas, de manera particular a nivel de educación recurrente y de adultos. Una de las asignaturas que según Aristóteles desempeñaba un papel impor¬tante en educación liberal es la música, y como se verá en la Política, tenía mucho que decir acerca de su valor educativo. Según Aristóteles, la música desempeña básicamente tres funciones distintas en la educación: (a) en los primeros años contribuye a la formación del carácter; (b) es parte importante de la educación liberal, y (c) contribuye a la purificación emotiva o catarsis. Consúltense las últimas lecciones del Libro VIII para cerciorarse del modo como ve cada una de estas funciones. Pondérese también si algunas de sus ideas sobre el papel de la música son aplicables hoy en día. Por ejemplo, ¿desempeña la música popular moderna alguna función catártica? ¿debe ser la apreciación de la música parte esencial de la educación liberal en nuestros días? ¿se debe emplear la música de manera más sistemática en la preparación temprana del carácter de los niños?.
Para concluir este comentario sobre Aristóteles cabe indicar ahora en qué sentido su obra constituye una innovación importante en el pensamiento educativo occidental. Ya se ha señalado cómo diverge de Platón en cierto número de temas filosóficos básicos y por lo mismo nos proporciona teorías filosóficas nuevas y muy influyentes, teorías que han atraído a muchos seguidores hasta nuestros días. En el campo del pensamiento educativo, de manera particular, algunas de las innovaciones más significativas de su obra son las siguientes:
1. El patrón inductivo del modo como la mente adquiere el conocimiento y las implicaciones de esto para el proceso didáctico-docente.
2. La división de la virtud en dos clases: intelectual y moral, de las cuales la primera se adquiere principalmente por inducción y la segunda por formación de hábitos.
3. La idea de que la felicidad, la virtud y la contemplación son interde¬pendientes y juntas proporcionan un patrón del estilo de vida que la educación tiene por cometido producir.
4. La idea de la educación liberal como actividad de tiempo libre y como una meta en sí (no necesariamente vinculada a producir gobernantes futuros del Estado, como en Platón). Esto proporciona la base de una vertiente muy importante de pensamiento educativo que se reitera una y otra vez hasta el día presente; la opinión, es a saber, de que el significado esencial de la educación estriba en sus valores intrínsecos no utilitarios.
BIBLIOGRAFIA SELECTA
Lo que ha sobrevivido de la obra de Aristóteles abarca gran número de campos del pensamiento. En cuanto a educación, las obras más importantes son la Ética nicomaquea y la Política, que se pueden adquirir en la editorial Porrúa, en la colección Austral y en muchos textos bilingües en griego y español, como los editados por la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus otras obras importantes se pueden agrupar bajo los siguientes encabe¬zados:
• Lógica: son las obras que colectivamente se conocen como Organon, de las que las más importantes son: Categorías, Sobre la interpretación, Analítica anterior y Analítica posterior.
• Filosofía de la naturaleza y metafísica: Física, Metafísica.
• Filosofía del hombre y psicología: Sobre el alma, Sobre los sentidos, Sobre la percepción, Sobre la memoria y la rememoración.
• Biología: Historia de los animales, Sobre las partes de los animales, Sobre la generación de los animales.
• Estética: Poética y Retórica.
SELECCIONES
A continuación siguen tres selecciones de Aristóteles, tomadas de la Analítica posterior, de la Ética nicomaquea y de la Política. El contenido de cada uno de esos libros se ha tratado en el comentario que precede. Dichos libros propor¬cionan, respectivamente, una visión general de las ideas aristotélicas sobre el aprendizaje, la moralidad y la política. En cada caso, los extractos elegidos son los más afines a su filosofía educativa en general.
ANALÍTICA POSTERIOR.
Una clara característica de todos los seres vivientes es que posee una facultad innata de discernimiento, que se conoce como percepción sensorial. Pero si bien la percepción sensorial es propia de todos los seres vivientes, hay algunos que retienen sus impresiones sensoriales, mientras que otros no. Cuando las impresiones no persisten, no ocurre ningún conocimiento en absoluto que vaya más allá del momento de la percepción sensorial. Pero cuando ésta persiste después del momento de la percepción, es el ser viviente quien la retiene en su alma. Cuando esto acaece, con frecuencia se manifiesta una distinción clara entre aquellos seres vivientes que son capaces de organizar sistemáticamente las impresiones que persisten y quienes no lo pueden hacer.
Así, la memoria hunde sus raíces en la percepción sensorial, mientras que la experiencia proviene de las memorias repetidas con frecuencias de un mismo acontecimiento; las memorias son múltiples pero constituyen una experiencia única. Además, la experiencia, o sea, la idea universal que se ha logrado asentar en el alma, el universal que corresponde a la pluralidad, la unidad que existe idénticamente la misma dentro de la memoria particular, proporciona el punto de partida de las artes y del conocimiento científico, siendo que las artes se refieren a la producción, mientras que el conocimiento científico se basa sobre lo que ya existe. Por lo tanto, esas capacidades mentales no existen en forma claramente determinada ya en el nacimiento ni se derivan de otras capacidades superiores. Por el contrario, se originan en la percepción sensorial. El procedimiento es más o menos así: imaginémonos que en un campo de batalla ha ocurrido una desbandada; pero un soldado resiste y a éste le sigue otro y luego otro, hasta que se vuelve a restablecer la formación de un principio. La constitución del alma es tal que se comporta de una manera similar. Repitamos, pues, lo que dijimos anteriormente, aunque con claridad insuficiente. Cuando un particular “resiste”, este es el primer principio de una idea universal en el alma; pues, aunque lo que se percibe es la cosa particular, no obstante la percepción incluye la idea universal. Para decirlo con un ejemplo: percibimos al “hombre” en general, no meramente a un hombre particular, pongamos por caso a Callías. Entre estos universales rudimentarios se van formando otras resistencias hasta que se establecen los conceptos indivisibles, esto es los auténticos universales, como por ejemplo cuando una especie particular de animal conduce a la idea general de animal, y así a ideas de una generalidad más vasta. Obviamente, ha de ser por inducción como llegamos a conocer los primeros principios, pues tal es el método por el que la percepción sensorial produce la idea universal dentro de nosotros.
Ahora bien, de los procesos cogitativos por los que alcanzamos la virtud, algunos son por completo confiables, mientras que otros están abiertos al error. El conocimiento científico y la razón intuitiva son de fiar, mientras que la omisión y el cálculo, por ejemplo, no lo son. No hay ninguna otra clase de conocimiento más preciso que el conocimiento científico, con excepción de la razón intuitiva. Además, los primeros principios son más conocibles que las pruebas demostrativas, y todo el conocimiento científico depende de la razón. Según eso no puede haber conocimiento científico, es de los primeros princi¬pios, y como nada salvo la razón intuitiva puede ser más fidedigno que el conocimiento científico, es por la razón intuitiva como se conocen los prime¬ros principios. Esta es la conclusión que se sigue también del hecho de que el punto de partida de la demostración no es la demostración en sí, ni consi¬guientemente el conocimiento científico por sí mismo es el punto de partida del conocimiento científico. Por lo tanto, si no tenemos otra clase de conocimiento que el científico, la razón intuitiva ha de ser el punto de partida de este conocimiento científico.
(Del Libro II, Cap. 19)
ÉTICA NICOMAQUEA.
Libro 1
Todo arte y toda investigación científica, lo mismo que toda acción y elección parecen tender a algún bien; y por ello definieron con toda pulcritud el bien los que dijeron ser aquello a que todas las cosas aspiran. Siendo .como son en gran número las acciones y las artes y ciencias, muchos serán de consiguiente los fines. Así, el fin de la medicina es la salud; el de la construcción naval, el navío; el de la estrategia, la victoria, y el de la ciencia económica, la riqueza.
Cuando de las ciencias y artes algunas están subordinadas a alguna facul¬tad unitaria —como por ejemplo la fabricación de los frenos y de todo lo demás concerniente al arreo de los caballos está subordinada al arte de la equitación, y ésta a su vez, juntamente con las acciones militares, está sometida a la estrategia, hallándose de la misma manera otras artes sometidas a otras—, en todos estos casos los fines de todas las disciplinas gobernadoras son preferibles a los de aquellas que les están sujetas, pues es en atención a los primeros por lo que se persiguen los demás.
Si existe un fin de nuestros actos querido por sí mismo, y los demás por él; y si es verdad también que no siempre elegimos una cosa en vista de otra —sería tanto como remontar al infinito, y nuestro anhelo sería vano y miserable—, es claro que ese fin último será entonces no sólo el bien, sino el bien soberano. Con respecto a nuestra vida, el conocimiento de este bien es cosa de gran momento, y teniéndolo presente, como los arqueros el blanco, acertaremos mejor donde conviene. Y si así es, hemos de intentar comprender en general cuál pueda ser, y la ciencia teórica o práctica de que depende.
A lo que creemos, el bien de que hablamos es de la competencia de la ciencia soberana y más que todas arquitectónica, la cual es, con evidencia, la ciencia política. Ella, en efecto, determina cuáles son las ciencias necesarias en las ciudades, y cuáles las que cada ciudadano debe aprender y hasta dónde. ¿O no vemos que las facultades más preciadas están debajo de ella, como la estrategia, la economía doméstica y la retórica?.
Desde el momento que la política se sirve de las demás ciencias prácticas y legisla sobre lo que debe hacerse y lo que debe evitarse, el fin que le es propio abraza los de todas las otras ciencias, al punto de ser por excelencia el bien humano. Y por más que este bien sea el mismo para el individuo y para la ciudad, es con mucho cosa mayor y más perfecta la gestión y salvaguarda del bien de la ciudad.. Es cosa amable hacer el bien a uno solo; pero más bella y más divina es hacerla al pueblo y las ciudades. A todo ello, pues, tiende nuestra indagación actual, incluida de algún modo entre las disciplinas polí¬ticas...
Puesto que los fines parecen ser múltiples, y que de entre ellos elegimos algunos por causa de otros, como la riqueza, las flautas, y en general los instrumentos, es por ello evidente que no todos los fines son fines finales; pero el bien supremo debe ser evidentemente algo final. Por tanto, si hay un solo fin final, éste será el bien que buscamos; y si muchos, el más final de entre ellos.
Lo que se persigue por sí mismo lo declaramos más final que lo que se busca para alcanzar otra cosa; y lo que jamás se desea con ulterior referen¬cia, más final que todo lo que se desea al mismo tiempo por sí y por aquello, es decir, que lo absolutamente final declaramos ser aquello que es apetecible siempre por sí y jamás por otra cosa.
Tal nos parece ser, por encima de todo, la felicidad. A ella, en efecto, la escogemos siempre por sí misma, y jamás por otra cosa; en tanto que el honor, el placer, la intelección y toda otra perfección cualquiera, son cosas que, aunque es verdad que las escogemos por sí mismas —si ninguna ventaja resultase elegiríamos, no obstante, cada una de ellas—, lo cierto es que las deseamos en vista de la felicidad, suponiendo que por medio de ellas seremos felices. Nadie, en cambio, escoge la felicidad por causa de aquellas cosas, ni, en general de otra ninguna. .. .
Es manifiesto, en suma, que la felicidad es algo final y autosuficiente, y que es el fin de cuanto hacemos. Quizá, empero, parezca una perogrullada decir que la felicidad es el bien supremo; y lo que se desea, en cambio, es que se diga con mayor claridad en qué consiste. Lo cual podría tal vez hacerse si pudiésemos captar el acto del hombre. Pues así como para el flautista y para el escultor y para todo artesano, y en general para todos aquellos que producen obras o que desempe¬ñan una actividad, en la obra que realizan se cree que residen el bien y la perfección, así también parece que debe acontecer con el hombre en caso de existir algún acto que le sea propio. ¿O es que sólo habrá ciertas obras y acciones que sean propias del carpintero y del zapatero, y ninguna del hombre, como si éste hubiese nacido como cosa ociosa? ¿O que así como es notorio que existe algún acto del ojo, de la mano, del pie, y en general de cada uno de los miembros, no podríamos constituir para el hombre ningún acto fuera de todos los indicados? ¿Y cuál podría entonces ser?.
El vivir, con toda evidencia, es algo común, aun a las plantas; mas nosotros buscamos lo propio del hombre. Por tanto, es preciso dejar de lado la vida de nutrición y crecimiento. Vendría en seguida la vida sensitiva; pero es claro también que ella es común aun al caballo, al buey y a cualquier animal.
Resta, pues, la que puede llamarse vida activa de la parte racional del hombre, la cual a su vez tiene dos partes: una, la que obedece a la razón; otra, la que propiamente es poseedora de la razón y que piensa. Pero como esta vida racional puede asimismo entenderse en dos sentidos, hemos de declarar, en seguida, que es la vida como actividad lo que queremos significar, porque éste parece ser el más propio sentido del término.
Si, pues, el acto del hombre es la actividad del alma según la razón, o al menos no sin ella; y si decimos de ordinario que un acto cualquiera es genéricamente el mismo, sea que lo ejecute un cualquiera o uno competente, como es el mismo, por ejemplo, el acto del citarista y el del buen citarista, y en general en todos los demás casos, añadiéndose en cada uno la superioridad de la perfección al acto mismo (diciéndose así que es propio del citarista tañer la cítara, y del buen citarista tañerla bien); si todo ello es así, y puesto que declaramos que el acto propio del hombre es una cierta vida, y que ella consiste en la actividad y obras del alma en consorcio con el principio racional, y que el acto de un hombre de bien es hacer todo ello bien y bellamente; y como, de otra parte, cada obra se ejecuta bien cuando se ejecuta según la perfección que le es propia, de todo esto se sigue que el bien humano resulta ser una actividad del alma según su perfección, y si hay varias perfec¬ciones, según la mejor y más perfecta, y todo esto, además, en una vida completa. Pues así como una golondrina no hace primavera, ni tampoco un día de sol, de la propia suerte ni un día ni un corto tiempo hacen a nadie bienaventurado y feliz...
Siendo la felicidad una actitud del alma conforme a la virtud perfecta, consideremos ahora la naturaleza de la virtud, pues quizá de este modo podremos percibir mejor la de la felicidad.
El verdadero hombre de Estado, además, parece que ha de ocuparse de la virtud más que de otra cosa alguna, desde el momento que quiere hacer de sus conciudadanos hombres de bien y obedientes a las leyes. Ejemplo de lo cual lo tenemos en los legisladores de Creta y Lacedemonia y otros cualesquiera de esta especie que puedan haber existido. Y puesto que tal consideración es propia de la ciencia política, es claro que la indagación que al respecto hagamos estará de acuerdo con nuestro designio original. Pero evidentemente la virtud que debemos considerar es la virtud humana, ya que el bien y la felicidad que buscamos son el bien humano y la humana felicidad. Y por virtud humana entendemos no la del cuerpo, sino la del alma, y por felicidad una acti¬vidad del alma.
Si todo ello es así, es menester que el político posea algún saber de las cosas del alma, no de otro modo que el oculista debe conocer todo el cuerpo, y tanto más cuanto que la política es más estimada y mejor que la medicina; ahora bien, los que son reputados entre los médicos se afanan grandemente en el conocimiento del cuerpo. Es preciso, por tanto, que el político estudie lo relativo al alma, mas que lo estudie por razón de las virtudes y no más de lo que sea menester para nuestra actual investigación, pues agudizar más este examen sería tal vez de sobra laborioso para los fines antes propuestos.
Algo se ha dicho ya del alma satisfactoriamente en nuestros escritos en circulación, y a esas nociones debemos ahora recurrir, por ejemplo a la de que en el alma hay una parte irracional y otra dotada de un principio racional. Si estas partes están separadas como los miembros del cuerpo o como las partes de cualquier todo divisible, o bien si son dos partes por división mental, pero naturalmente inseparables, al modo como en la circunferencia lo son la parte convexa y la parte cóncava, no hace al caso de momento.
En la parte irracional haya su vez una parte que parece ser común a todos los vivientes, inclusive a las plantas, quiero decir el principio de la nutrición y del crecimiento. Esta facultad del alma podemos colocarla en todos los seres que se alimentan, aun en los feto s, como asimismo en los organismos plenamente desarrollados, en los cuales es más verosímil suponerla que no otra distinta.
Ahora bien, la virtud de esta parte es obviamente común a todos los vivientes, y no específicamente humana, porque esta parte o facultad actúa, al parecer, sobre todo en el sueño. Mas en el sueño en nada puede distinguirse el hombre bueno del malo; de donde viene el dicho de que durante la mitad de la vida en nada difieren los felices de los desdichados. Y se comprende que así sea, como quiera que el sueño es la cesación de la actividad del alma por la cual es ella calificada de buena o mala; a no ser que le lleguen de alguna manera débilmente ciertos movimientos, y que de este modo los sueños de los hombres de bien puedan ser mejores que los de la mayoría. Y contentándonos con lo dicho sobre este punto, dejemos la potencia nutritiva, toda vez que por su naturaleza no tiene parte en la virtud humana.
Hay empero, a lo que parece, otro elemento de naturaleza irracional en el alma, el cual, sin embargo, participa de algún modo de la razón. En el hombre continente, no menos que en el incontinente, alabamos la razón y la parte racional del alma siendo ella la que derechamente lo aconseja y excita hacia las mejores acciones. Pero al propio tiempo, es patente en ambos otro principio que por su naturaleza está al margen de la razón y que mueve guerra y asiste a la razón. Pues exactamente como los miembros del cuerpo que han sufrido un ataque de parálisis se mueven al contrario hacia la izquierda cuando queremos hacerla a la derecha, otro tanto pasa en el alma: los deseos de los incontinentes van en sentido contrario a la razón pero así como en los cuer¬pos vemos esta desviación, en el alma ya no la vemos. Pero no menos hemos de pensar que en el alma existe algo además de la razón, que se le opone y va contra ella. En qué sentido es distinto este elemento del otro elemento, no nos interesa aquí. Con todo, según dijimos, también esta parte del alma parece participar de la razón, puesto que en el hombre continente está de cierto sometido al imperio de la razón. Y sin duda es más dócil aún en el temperante y en el valiente, en los cuales el elemento irracional habla en todo con la misma voz de la razón.
Queda de manifiesto, por tanto que es doble a su vez la parte irracional del alma: de un lado la vegetativa, que en manera alguna comulga con la razón; del otro la concupiscible y en general la desiderativa, que participa de la razón en cierta medida, en cuanto la obedece y se somete a su imperio. Todo lo cual pasa como cuando tenemos en cuenta los consejos del padre o del amigo, y no en el sentido de las razones matemáticas.
Que la parte irracional se deja persuadir de algún modo por la racional, lo revelan las amonestaciones y todo género de reproches y exhortaciones. Y así, si de esta parte hay que decir también que posee la razón, doble será a su vez la parte racional: una la que posee la razón propiamente y en sí misma; otra, la que escucha la voz de aquélla como la de un padre.
Atendiendo a esta diferencia se divide la virtud. A unas virtudes las llamamos intelectuales; a otras morales. Intelectuales son, por ejemplo, la sabiduría, la compresión y la prudencia; morales, la liberalidad y la templanza. En efecto, cuando nos referimos al carácter moral de alguno no decimos de él que sea sabio o comprensivo, sino que es apacible o temperante, sin que por eso dejemos de alabar al sabio por la disposición habitual que le es propia. Y a las disposiciones dignas de alabanza las llamamos virtudes.
Libro II
Siendo, pues, de dos especies la virtud: intelectual y moral, la intelectual debe sobre todo al magisterio su nacimiento y desarrollo, y por eso ha menester de experiencia y de tiempo, en tanto que la virtud moral es fruto de la costumbre, de la cual ha tomado su nombre por una ligera inflexión del vocablo.
De lo anterior resulta claramente que ninguna de las virtudes morales germina en nosotros naturalmente. Nada, en efecto, dé lo que es por natura¬leza puede por la costumbre hacerse de otro modo; como, por ejemplo, la piedra, que por su naturaleza es arrastrada hacia abajo, no podría contraer el hábito de moverse hacia arriba, aunque infinitas veces quisiéramos acostum¬brarla a ello lanzándola a lo alto; ni el fuego hacia abajo, ni nada en fin de lo que naturalmente está constituido de una manera podría habituarse a proceder de otra.
Las virtudes, por tanto, no nacen en nosotros ni por naturaleza ni contrariamente a la naturaleza, sino que siendo nosotros naturalmente capaces de recibidas, las perfeccionamos en nosotros por la costumbre.
Todo lo que nos da la naturaleza lo recibimos primero como potenciali¬dades, que luego nosotros traducimos en actos. Lo cual se manifiesta en los sentidos: no por mucho ver o por mucho oír adquirimos las facultades sensibles, antes por lo contrario nos servimos de ellas porque las tenemos, y no a la inversa que las tengamos como resultado de su uso. Las virtudes, en cambio, las adquirimos ejercitándonos primero en ellas, como pasa también en las artes y oficios. Todo lo que hemos de hacer después de haberlo aprendido, lo aprendemos haciéndolo, como por ejemplo, llegamos a ser arquitectos construyendo, y citaristas tañendo la cítara. Y de igual manera nos hacemos justos practicando actos de justicia, y temperantes haciendo actos de tem¬planza, y valientes ejercitando actos de valentía. En testimonio de lo cual está lo que pasa en las ciudades, en las cuales los legisladores hacen contraer hábitos a los ciudadanos para hacerlos buenos, y en esto consiste la intención de todo legislador. Los que no hacen bien esto yerran el blanco, pues es en ello en lo que el buen gobierno difiere del malo.
A más de esto, de las mismas causas y por los mismos medios nace y se estraga toda virtud, como también todo arte. Del tañer la cítara resultan los buenos y las malos citaristas, y análogamente los arquitectos y todos los demás artífices. Construyendo bien serán buenos arquitectos, y construyendo mal, malos. Si así no fuese, para nada se necesitaría del maestro, ya que todos serían nativamente buenos o malos artífices.
Lo propio exactamente pasa con las virtudes. Por la conducta que obser¬vemos en las convenciones que tienen lugar entre los hombres, seremos justos o injustos; y por la manera como nos comportemos en los peligros, según que nos habituemos a tener miedo u osadía, seremos valientes o cobardes. Lo mismo tiene lugar en las pasiones, sean del género concupiscible o irascible, que unos serán templados y apacibles y otros desenfrenados y violentos, porque unos se conducen de un modo con respecto a esas pasiones, y otros de otro.
En una palabra, de los actos semejantes nacen los hábitos. Es preciso, por tanto, realizar determinados actos, ya que los hábitos se conformarán a su diferente condición. No es de poca importancia contraer prontamente desde la adolescencia estos o aquellos hábitos, sino que la tiene muchísima, o por mejor decir, es el todo.
Nuestra labor actual, a diferencia de las otras, no tiene por fin la especulación. No emprendemos esta pesquisa para saber qué sea la virtud —lo cual no tendría ninguna utilidad—, sino para llegar a ser virtuosos. En consecuencia, es preciso considerar, en lo que atañe a las acciones, la manera de practicarlas, pues los actos, según dijimos, son los señores y la causa de que sean tales o cuales los hábitos.
Es un principio comúnmente admitido, y que hemos de dar por supuesto, el de que debemos obrar conforme a la recta razón. Más tarde diremos, a su respecto, en qué consiste la recta razón y qué relación mantiene con las demás virtudes.
Debe también concederse preliminarmente que todo discurso acerca de la conducta práctica ha de expresarse sólo en generalidades y no con exactitud, ya que, como en un principio dijimos, lo que debe exigirse' de todo razona¬miento es que sea adecuado a su materia; ahora bien, todo lo que concierne a las acciones y a su conveniencia nada tiene de estable, como tampoco lo que atañe a la salud. Y si tal condición tiene la teoría ética en general, con mayor razón aún toda proposición sobre casos particulares carece de exactitud, como quiera que semejantes casos no caen bajo de alguna norma técnica ni la de alguna tradición profesional. Menester es que quienes han de actuar atiendan siempre a la oportunidad del momento, como se hace en la medicina y el pilotaje. Con ser tal la presente disciplina, debemos no obstante esforzamos por prestar este servicio.
Observemos en primer término que los actos humanos son de tal natura¬leza que se malogran tanto por defecto como por exceso, pues si para juzgar de lo invisible hemos de apelar al testimonio de lo visible, tal vemos que acontece con la fuerza y la salud. Una gimnasia exagerada, lo mismo que una insuficiente, debilitan el vigor; y del mismo modo el exceso y el defecto en la comida y la bebida estragan la salud, en tanto que la medida proporcionada la produce, la desarrolla y la mantiene. Pues otro tanto pasa con la templanza, la valentía y las demás virtudes. El que de todo huye y todo teme y nada soporta, acaba por ser un cobarde; y el que por otro lado nada teme en absoluto, antes marcha al encuentro de todo, hácese temerario. Y otro tanto digamos del gozador de todos los placeres y que de ninguno se abstiene, que llega a ser un desenfrenado, y en cambio el que huye de todos los goces, como la gente rústica, acaba por ser un insensible. La templanza y la valentía, por tanto, se malogran igualmente por el exceso y el defecto, y se conservan por la medida.
Pero no solamente provienen las virtudes de las mismas causas y a ellas están sujetas tanto en su génesis como en su crecimiento y corrupción, sino que asimismo encuentran su pleno ejercicio en los mismos actos causativos. Y porque se vea que así es también en otras situaciones más visibles, sea el caso, por ejemplo, del vigor corporal, el cual por una parte es el resultado de una alimentación abundante y de soportar muchas fatigas, y por la otra tales actos puede ejecutarlos más que otro alguno el hombre vigoroso. Pues otro tanto pasa con las virtudes. Por la abstinencia de los placeres nos hacemos tempe¬rantes, y una vez que lo somos, podemos muy fácilmente privamos de ellos. Y lo propio acontece con respecto a la valentía: acostumbrándonos a menos¬preciar los peligros y a afrontarlos nos hacemos valientes, y siéndolo podremos arrostrar los trances temerosos con máximo arrojo.
Signo forzoso de los hábitos es el placer o la pena que acompañan a los actos. Temperante es el que se abstiene de los placeres corpóreos y en ello se complace, y disoluto el que se irrita por su privación. Valiente es el que con alegría, o a lo menos no con tristeza, arrostra los peligros, y cobarde el que lo hace con tristeza.
La virtud moral, por tanto, está en relación con los placeres y los dolores. Por obtener placer cometemos actos ruines, y por evitar penas nos apartamos de las bellas acciones. Por lo cual, como dice Platón es preciso que luego desde la infancia se nos guíe de modo tal que gocemos o nos contristemos como es menester, y en esto consiste la recta educación.
Por otra parte, como las virtudes morales tienen por materia acciones o pasiones, y como a toda acción o pasión acompaña placer o dolor, ésta sería una razón más para que la virtud tenga que ver con los placeres y dolores. Lo mismo dan a entender las correcciones que se aplican sirviéndose de unos y otros. Son ellas como curaciones, en cuya naturaleza está el obrar por medio de los contrarios.
En .fin, como dijimos antes, toda disposición del alma mantiene una relación natural con todo aquello que puede naturalmente tomarla mejor o peor. Y es así como los hombres se vuelven perversos por los placeres o los dolores, por perseguir o evitar unos u otros, bien sea los que no se debe, o cuando no se debe, o como no se debe, o por otra desviación cualquiera de lo que la razón determina en las circunstancias. De aquí que algunos definan las virtudes como estados de impasibilidad y de quietud. Definición errónea si se toman esos términos absolutamente sin agregar si esos estados se dan de manera debida o indebida, y en tiempo oportuno o inoportuno, con todas las demás precisiones que deben añadirse. Quede sentado, por tanto, que es propio de la virtud poner en obra los goces o sufrimientos moralmente más valiosos, y propio del vicio hacer lo contrario.
Lo que vamos a decir ahora nos hará ver más claramente la misma materia. Tres cosas hay en cuanto a nuestras preferencias: lo bueno, lo útil y lo placentero, y otras tres contrarias de aquéllas en cuanto a nuestras aversio¬nes: lo malo, lo nocivo y lo desagradable. Tocante a todas ellas acierta el hombre bueno y falla el hombre malo, y sobre todo en lo que atañe al placer, por la razón de que el placer es común a todos los animales y acompaña a todos los actos dictados por una preferencia, puesto que lo bueno y lo útil se presentan como placenteros.
Desde la primera infancia se desarrolla en todos nosotros el sentimiento del placer; por lo cual es difícil desembarazarnos de una afección que colorea nuestra vida. Unos más otros menos, todos medimos nuestras acciones por el placer y el dolor. Por todo esto es preciso que a lo largo de todo nuestro estudio tengamos en cuenta ambos estados, como quiera que no es de poco momento para nuestros actos afligimos bien o torpemente.
En fin, más dificultoso es combatir el placer que la ira, como dice Heráclito. Mas para lo que es más difícil están el arte y la virtud, pues aun el bien es mejor en lo áspero. Por esta razón, aun los placeres y dolores son materia de preocupación para la virtud y la ciencia política. Quien sepa usar de ellos rectamente, será bueno, y quien mal, malo.
Queda dicho, por tanto, cómo la virtud mantiene relación con los placeres y dolores; cómo se desarrolla por las mismas causas de que nace, y se corrompe cuando esas causas actúan en otro sentido, y cómo en fin la virtud se ejercita en los mismos actos de que nace.
Podría alguno planteamos la dificultad de que cómo es que decimos que para hacemos justos debemos practicar actos de justicia, y para hacemos temperantes actos de templanza, toda vez que si se ejecutan actos de justicia y de templanza somos ya justos y temperantes, como son gramáticos y músicos los que se ejercitan en la gramática y en la música.
¿O no será que ni siquiera en las artes pasan así las cosas? Acontece tal vez que pueda uno tener un acierto gramatical por suerte o porque otro se lo sugiera; pero será gramático sólo si ejercita la gramática gramaticalmente, es decir, con arreglo al saber gramatical que hay en él.
A más de esto, no hay semejanza entre las artes y las virtudes en este punto. Las obras de arte tienen su bondad en sí mismas, pues les basta estar hechas de tal modo. Mas para las obras de virtud no es suficiente que los actos sean tales o cuales para que puedan decirse ejecutados con justicia o con templanza, sino que es menester que el agente actúe con disposición análoga, y lo primero de todo que sea consciente de ella; luego, que proceda con elección y que su elección sea en consideración a tales actos, y en tercer lugar, que actúe con ánimo firme e inconmovible.
Todo esto, tratándose de las artes, no se tiene en cuenta, como no sea el saber. Mas con respecto a las virtudes poco o nada significa el saber, y las de¬más condiciones, en cambio, tienen una influencia no pequeña, sino total, y resultan de la multiplicación de actos de justicia y de templanza.
Los actos de justicia o templanza reciben, pues, tal denominación cuando son tales como los haría un hombre justo o temperante. Y el hombre justo y temperante, a su vez, no es el que simplemente ejecuta esos actos, sino el que los ejecuta del modo que lo harían los justos y temperantes.
Con razón se dice, por tanto, que el hombre se hace justo por la práctica de actos de justicia, y temperante por la práctica de actos de templanza y que sin este ejercicio nadie en absoluto estaría siquiera en camino de hacerse bueno. Pero los hombres en su mayoría no proceden así, sino que refugián¬dose en las teorías, se imaginan hacer obra de filósofos, y que por este medio serán varones perfectos, haciendo en esto como los enfermos que prestan diligente oído a los médicos, y luego no hacen nada de lo que se les prescribe. Y así como éstos no tendrán salud en su cuerpo con esta terapéutica, tampoco aquellos, filosofando de este modo, la tendrán en su alma.
Examinemos en seguida qué sea la virtud. Puesto que todo lo que se da en el alma son pasiones, potencias y hábitos, la virtud deberá ser alguna de estas tres cosas.
Llamo pasiones al deseo, la cólera, el temor, la audacia, la envidia, la alegría, el sentimiento amistoso, el odio, la añoranza, la emulación, la piedad, y en general a todas las afecciones a las que son concomitantes el placer o la pena. Llamo potencias a las facultades que nos hacen pasibles de esos estados, como son las que nos hacen capaces de airamos o contristamos o compadecer¬nos. y llamo hábitos a las disposiciones que nos hacen conducirnos bien o mal en lo que respecta a las pasiones como si, por ejemplo, al airamos lo hacemos con vehemencia o remisamente, estaremos mal dispuestos, y si con medida, bien, y así en las demás pasiones.
Ni las virtudes ni los vicios son, por tanto, pasiones, como quiera que no se nos declara virtuosos o viciosos según nuestras pasiones, sino según nuestras virtudes o vicios. No es por las pasiones por lo que se nos alaba o censura: no se elogia al temeroso o al airado, ni se reprocha el que alguno monte en cólera por este solo hecho, sino por la manera o circunstancias. Por lo contrario, se nos dispensa alabanza o censura por las virtudes y vicios.
Allende de esto, no depende de nuestra elección airamos o temer, mien¬tras que las virtudes sí son elecciones o por lo menos no se dan sin elección.
Finalmente, dícese que somos movidos por las pasiones, mientras que por las virtudes y vicios n somos movidos, sino que estamos de talo tal modo dispuestos.
Por los mismos motivos, las virtudes no son tampoco potencias, como quiera que no se nos llama buenos o malos ni se nos elogia o censura por la simple capacidad de tener pasiones. Y además, si poseemos estas capacidades por naturaleza, no venimos a ser buenos o malos por naturaleza. Con ante¬lación nos hemos explicado acerca de este punto.
Si, pues, las virtudes no son ni pasiones ni potencias, no queda sino que sean hábitos. Con lo cual está dicho a qué género pertenece la virtud. La virtud es, por tanto, un hábito selectivo, consistente en una posición intermedia para nosotros, determinada por la razón y tal como la determi¬naría el hombre prudente. Posición intermedia entre dos vicios, el uno por exceso y el otro por defecto. Y así, unos vicios pecan por defecto y otros por exceso de lo debido en las pasiones y en las acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el término medio. Por lo cual, según su sustancia y la definición que expresa su esencia, la virtud es medio, pero desde el punto de vista de la perfección y del bien, es extremo.
No toda acción, empero, ni toda pasión admiten una posición intermedia. Algunas se nombran precisamente implicadas con su perversión como la alegría del mal ajeno, la imprudencia, la envidia; y entre las acciones el adulterio, el robo, el homicidio. Todas estas cosas son objeto de censura por ser ruines en sí mismas, y no por sus excesos ni por sus defectos. Con respecto a ellas no hay manera de conducirse rectamente jamás, sino que siempre se yerra. No hay en estos asuntos un hacer bien o un no hacer bien, como en punto a con qué mujer o cómo o cuándo cometer adulterio, sino que sencillamente el hacer cualquiera de estas cosas es errar.
Sería igualmente absurdo pretender que en la injusticia, la cobardía y el desenfreno pudiese haber un medio, un exceso y un defecto porque entonces habría un medio del exceso y del defecto, y un exceso del exceso y un defecto del defecto. Así como en la templanza y en la valentía no hay exceso ni defecto, por ser el término medio en cierto modo un extremo, tampoco en aquellas cosas hay medio ni exceso ni defecto, sino que como quiera que se obre, se yerra. En suma, no hay término medio del exceso ni del defecto, como tampoco exceso ni defecto del término medio...
Que la virtud moral es una posición intermedia, y de qué manera, o sea que es un término medio entre dos vicios, uno por exceso, otro por defecto, y que es tal porque apunta al término medio en las pasiones y en las acciones, todo esto queda suficientemente declarado.
Por esto, ser virtuoso es toda una obra. Alcanzar el término medio en cada caso es una faena, como determinar el centro del círculo no es de la competencia de cualquiera, sino del que sabe. Airarse es cosa fácil y al alcance de todos, lo mismo que el dar dinero y el gastarlo; pero con respecto a quién y cuánto y cuándo y por qué y cómo, ya no es cosa de todos ni nada fácil. Y así, el bien es raro, loable y bello. Por lo cual es preciso que quien apunta al término medio empiece por apartarse de lo que más se le opone, tal como Calipso aconseja:
De esta humeante espuma saca la nave
De los dos extremos, en efecto, el uno induce más a error, el otro menos. Por lo tanto, y puesto que dar en el medio es extremadamente difícil, debemos como en una segunda navegación, según suele decirse, tomar de los males los menos, lo cual tendrá lugar precisamente de la manera que decimos.
Menester es discernir bien aquellas cosas a que somos más fácilmente llevados, ya que unos tendemos más por naturaleza a unas cosas que a otras, y esto se tornará patente en el placer o pesar que nos produzcan. Y será preciso que nos inclinemos resueltamente en sentido contrario, porque mantenién¬donos alejados lo más que podamos de todo extravío, llegaremos al término medio, como hacen los que enderezan palos torcidos.
En todo hay que guardarse más que de nada de lo placentero y del placer, ya que no juzgamos a su respecto como jueces incorruptibles. Lo que los ancianos sentían por Elena es. menester que lleguemos a sentirlos nosotros por el placer, y en todas las circunstancias debemos repetimos las palabras de aquellos; cuando lo hayamos repudiado de este modo, erraremos menos.
Haciendo, pues, todo lo anterior, para decirlo en resumen, seremos más capaces de dar en el medio. Difícil es en verdad esto, y sobre todo en las circunstancias concretas. No es fácil determinar cómo y contra quiénes y por qué motivo y cuánto tiempo debemos airamos. ¿Acaso nosotros mismos no alabamos unas veces a los que pecan por defecto, llamándolos mansos, y no decimos otras de los que tienen una condición difícil que son muy hombres?.
No se censura al que se desvía ligeramente de lo que está bien, sea por exceso, sea por defecto; pero sí al que se aleja más, como quiera que estas faltas no nos escapan. Ahora, en cuanto a saber hasta qué punto y en qué medida es digno de reproche, esto ya no es fácil determinarlo por la razón universal, como tampoco lo es definir esencialmente ninguna de las cosas sensibles, pues todas éstas son particulares, y su discernimiento es del dominio de la parte sensible.
Todo esto nos muestra suficientemente por una parte que €;l hábito medio es en todas cosas laudable, y por la otra que es menester inclinarse unas veces al exceso y otras al defecto, porque así acertaremos más fácilmente con el medio y con el bien...
Libro X
Ahora, pues, que hemos hablado de las virtudes, las amistades y los placeres, sólo resta que tratemos sumariamente de la felicidad, puesto que la consti¬tuimos en fin de los actos humanos. Y si re capitulamos lo que hemos dicho con antelación, más conciso será nuestro discurso en este punto.
Hemos dicho, pues, que la felicidad no es una disposición habitual, porque entonces podría tenerla un hombre que se pasase la vida, dormido, viviendo una vida de planta, y también el que estuviese puesto en las mayores desventuras. Si, por ende, esa tesis no puede satisfacemos, sino que más bien hay que adscribir la felicidad a cierta actividad, según dijimos en los libros anteriores; si, por otra parte, unos actos son necesarios y deseables en razón de otras cosas, y otros en cambio deseables por sí mismos, es manifiesto que la felicidad debemos colocarla entre los actos deseables por sí mismos y no por otra cosa, puesto que la felicidad no necesita de otra cosa alguna, sino que se basta a sí misma.
Ahora bien, los actos apetecibles en sí mismos son aquellos en los cuales nada hay que buscar fuera del acto mismo, Tales son, a lo que se piensa, las acciones virtuosas, porque hacer cosas bellas y buenas pertenece a lo que es en sí mismo deseable.
Asimismo parecen serlo las diversiones, porque no las buscamos como medio para otros fines, pues incluso recibimos de ellas más daño que provecho cuando por su causa somos negligentes con nuestro cuerpo o nuestra hacienda. Más aún: la mayoría de los que pasan por ser dichosos busca refugio en semejantes pasatiempos, por lo cual tienen valimiento con los tiranos los que dan prueba de ingenio en estas recreaciones, porque saben hacerse agradables en las cosas que sus amos desean, y éstos por su parte tienen necesidad de tales entretenimientos. Y así se cree que estas diversiones atañen a la felicidad, a causa de que los que están en el poder emplean en ellas sus ocios.
Mas quizá no sea prueba bastante la conducta de tales gentes, porque no es en el ejercicio del poder donde residen la virtud ni la inteligencia, de las cuales proceden los actos esforzados. No porque estos hombres—incapaces como son de gustar un placer puro y digno de un hombre libre— busquen refugio en los placeres del cuerpo, no por ello ha de pensarse que estos placeres sean preferibles a otros. También los niños se imaginan que lo más estimado entre ellos es lo más valioso de cuanto hay. Es lógico, pues, que así como para los niños y para los varones aparecen como distintos los valores de estimación, otro tanto pase con los hombres ruines y con los virtuosos. Mas, como a menudo hemos dicho, lo valioso y lo agradable es lo que es tal para el hombre virtuoso; y como para cada individuo el acto más apetecible es el que se conforma con la propia disposición del sujeto, para el hombre virtuoso, en consecuencia, el acto más apetecible será el acto conforme a la virtud.
La felicidad, por tanto, no puede estar en las diversiones. Absurdo sería por cierto hacer de la diversión nuestro fin y afanarse y sufrir la vida entera por divertirse. Para decirlo de una vez, todas las cosas las escogemos en vista de otra, salvo la felicidad, que es un fin. Tomarse en serio trabajos y penas para divertirse, es evidentemente cosa insensata y en extremo pueril, cuando en verdad lo justo parece ser el lema de Anacarsis: Diviértete para que puedas luego ocuparte de cosas serias. La diversión, en efecto, es una especie de reposo, porque, incapaces como somos de trabajar continuamente, tenemos necesidad de descanso. Por ende, el descanso no es un fin, porque se toma en gracia al acto posterior.
Por otra parte, la vida feliz es, a lo que se cree, la que es conforme a la virtud, y tal vida es en serio y no en broma. Y declaramos que las cosas serias son más excelentes que los chistes y diversiones; y que en todas circunstancias es más serio el acto de la parte superior del hombre o del hombre superior; pero el acto de lo que es mejor es por sí mismo superior y contribuye más a la felicidad.
A más de esto, cualquier hombre puede gozar de los placeres del cuerpo, no menos el esclavo que el hombre superior; y sin embargo, nadie haría participar a un esclavo en la felicidad sino en la medida en que lo hiciese participar de la vida humana. No está, pues, en tales pasatiempos la felicidad, sino en los actos conformes con la virtud, como antes queda dicho.
Si la felicidad es, pues, la actividad conforme a la virtud, es razonable pensar que ha de serio conforme a la virtud más alta, la cual será la virtud de la parte mejor del hombre. Ya sea ésta la inteligencia, ya alguna otra facultad a la que por naturaleza se adjudica el mando y la guía y el cobrar noticia de las cosas bellas y divinas; y ya sea eso mismo algo divino o lo que hay de más divino en nosotros, en todo caso la actividad de esta parte ajustada a la virtud que le es propia, será la felicidad perfecta. Y ya hemos dicho antes que esta actividad es contemplativa.
Esta proposición puede aceptarse como concordante con lo dicho en los libros anteriores y con la verdad. La actividad contemplativa es, en efecto, la más alta de todas, puesto que la inteligencia es lo más alto de cuanto hay en nosotros; y de las cosas cognoscibles las más excelentes son también las que constituyen la esfera de la inteligencia. Y es, además, esta actividad la más continua, porque contemplar podemos hacerla con mayor continuidad que otra cosa cualquiera.
Por otra parte, pensando como pensamos que el placer debe ir mezclado con la felicidad, vemos que, según se reconoce comúnmente, el más deleitoso de los actos conformes con la virtud es el ejercicio de la sabiduría. El solo afán de saber, la filosofía, encierra, según se admite, deleites maravillosos por su pureza y por su firmeza; y siendo así, es razonable admitir que el goce del saber adquirido sea mayor aún que el de su mera indagación.
A más de esto, la autosuficiencia o independencia de que hemos hablado puede decirse que se encuentra sobre todo en la vida contemplativa. Sin duda que tanto el filósofo como el justo, no menos que los demás hombres, han menester de las cosas necesarias para la vida; pero supuesto que estén ya suficientemente provistos de ellas, el justo necesita además de otros hombres, para ejercitar en ellos y con ellos la justicia, y lo mismo el temperante y el valiente y cada uno de los representantes de las demás virtudes morales, mientras que el filósofo, aun a solas consigo mismo, es capaz de contemplar, y tanto más cuanto más sabio sea. Sería mejor para él, sin duda, tener colabora¬dores; pero en cualquier evento es el más independiente de los hombres.
Asimismo, puede sostenerse que la vida contemplativa es la única que se ama por sí misma, porque de ella no resulta nada fuera de la contemplación, al paso que en la acción práctica nos afanamos más o menos por algún resultado extraño a la acción.
La felicidad, además, parece consistir en el reposo, pues trabajamos para reposar y guerreamos para vivir en paz. Ahora bien, los actos de las virtudes prácticas tienen lugar en la política o en la guerra; pero las acciones en estos campos parecen ser sin descanso. Las de la guerra son así enteramente, ya que nadie escoge guerrear ni prepara la guerra sólo por guerrear, pues pasaría en opinión de homicida consumado quien convirtiese en enemigos a sus amigos sólo porque hubiese combates y matanzas. Mas también la vida del político es sin descanso, y se procura en ella algo además de la mera actividad política, a saber, puestos de mando y honores, y además la felicidad para sí y sus conciudadanos; una felicidad distinta de la actividad política, y que evidente¬mente la buscamos todos como algo diferente.
Si, pues, no obstante que entre las acciones virtuosas las acciones políticas y bélicas aventajan a las otras en brillantez y magnitud, carecen de hecho de todo solaz y tienden a otro fin ulterior, y no son buscadas por sí mismas; si por otra parte la actividad de la inteligencia parece superar a las demás en importancia (porque radica en la contemplación y no tiende a otro fin fuera de sí misma, y contiene además como propio un placer que aumenta la actividad); si, por ende, la independencia, el reposo y la ausencia de fatiga (en cuanto todo esto es posible al hombre) y todas las demás cosas que acostum¬bran atribuirse al hombre dichoso se encuentran con evidencia en esta activi¬dad, resulta en conclusión que es ella la que puede constituir la felicidad perfecta del hombre, con tal que abarque la completa extensión de la vida, porque de todo lo que atañe a la felicidad nada puede ser incompleto.
Una vida semejante, sin embargo, podría estar quizá por encima de la condición humana, porque en ella no viviría el hombre en cuanto hombres, sino en cuanto que hay en él algo divino. Y todo lo que este elemento aventaja al compuesto humano, todo ello su acto aventaja al acto de cualquier otra virtud. Si, pues, la inteligencia es algo divino con relación al hombre, la vida según la inteligencia será también una vida divina con relación a la vida humana. Mas no por ello hay que dar oídos a quienes nos aconsejan, con pretexto de que somos hombres y mortales, que pensemos en las cosas humanas y mortales, sino que en cuanto nos sea posible hemos de inmortali¬zamos y hacer todo lo que en nosotros esté para vivir según lo mejor que hay en nosotros, y que por pequeño que sea el espacio que ocupe, sobrepasa con mucho a todo el resto en poder y dignidad.
Más aún, podría sostenerse que este principio o elemento es el verdadero ser de cada uno de nosotros, puesto que es la parte dominante y superior; de modo, pues, que sería absurdo que el hombre no escogiese la vida de sí mismo, sino la de otro ser.
Todo lo que hemos dicho anteriormente cobra ahora toda su coherencia, o sea que lo que es naturalmente lo propio de cada ser, es para él lo mejor y lo más deleitoso. Y lo mejor y más deleitoso para el hombre es, por tanto, la vida según la inteligencia, porque esto es principalmente el hombre; y esta vida será de consiguiente la vida más feliz...
Una vez, pues, que hemos disertado ampliamente sobre estos problemas, como también sobre las virtudes, y lo mismo sobre la amistad y el placer en sus aspectos más generales, ¿hemos de creer que nuestro propósito ha alcan¬zado su término? ¿O no más bien —como hemos dicho— en las cosas que tocan a la práctica el término final no es el contemplarlas y conocerlas todas y cada una, sino el hacerlas? Pues si así es, no es suficiente el saber teórico de la virtud, sino que hay que esforzarse por tenerla y servirse de ella, o de algún otro modo hacemos hombres de bien.
Si los discursos fueran bastantes para hacemos virtuosos, muchos y gran¬des premios llevarían en justicia consigo (como dice Teognis) y no sería preciso sino hacer de ellos acopio. Mas como van las cosas, no parecen las teorías tener otro poder que el de inclinar y excitar a los jóvenes dotados de un alma libre, contribuyendo a que la virtud tome entera posesión de un carácter bien nacido y verdaderamente amante de lo bello; pero son incapaces de inducir a la multitud a la belleza moral. Pues los hombres en su mayoría no han nacido para obedecer al honor, sino al temor, ni está en su condición apartarse del mal por ser deshonroso, sino por el castigo. Viviendo como viven por la pasión, persiguen los placeres acomodados a su naturaleza y los medios de procurárselos, huyendo de las molestias contrarias, pero sin tener noción de lo bello ni de lo verdaderamente deleitable, incapaces como son de gustarlo. ¿Qué discurso podría mudar el ritmo vital de tales gentes? Difícil es, si no imposible, dislocar por la palabra hábitos arraigados de antiguo en el carácter. Y aun por ventura nos hemos de tener por contentos si, teniendo a mano todas las cosas que para ser buenos parece que habemos menester, abrazamos aun entonces la virtud.
Ahora bien, unos son de opinión que los hombres se hacen buenos por naturaleza, otros que por costumbre, otros que por magisterio. En lo que hace al buen natural, es claro que no es algo que dependa de nosotros, sino que por alguna causa divina se encuentra en los que podemos verdaderamente llamar favorecidos de la suerte. Y en cuanto a la palabra y el magisterio, es de temer que no en todos tengan la misma fuerza, sino que es menester haber previa¬mente cultivado con hábitos el alma del discípulo para que proceda recta¬mente en sus goces y en sus odios, como se hace con la tierra que ha de nutrir la semilla. De otro modo, el' que vive según sus pasiones no prestará oídos a los argumentos que traten de apartarlo de ellas, ni los comprenderá siquiera; y ¿cómo sería posible hacer mudar de opinión a quien está así dispuesto?.
En general no parece que la pasión pueda ceder a la razón, sino a la fuerza. Es preciso, en consecuencia, preparar de algún modo el carácter haciéndolo familiar con la virtud y enseñándole a amar lo bello y aborrecer lo vergonzoso. Pero es difícil recibir desde la adolescencia una recta dirección enderezada a la virtud sin haberse criado bajo leyes adecuadas, porque no es agradable a la multitud, ni menos a los jóvenes, vivir en templanza y dureza. De consiguiente, las leyes deben regular la educación y los oficios juveniles, que no serán ya penosos una vez que se hayan vuelto habituales. Pero tampoco, sin duda, basta que los hombres reciban en su juventud una educa¬ción y disciplina adecuadas, sino que es menester que al llegar a la plenitud viril practiquen esos preceptos y se acostumbren a ellos; y también para esto tenemos necesidad de leyes, y en general para toda la vida, porque los hombres por lo común obedecen más a la coacción que a la razón, y al castigo más que al honor. Y por esto piensan algunos que así como los legisladores deben exhortar a la virtud e inclinar a ella por la sola consideración del bien (en la hipótesis de que obedecerán los que hayan sido ya inducidos a hábitos virtuosos), así también deben imponer penas y sanciones a los desobedientes y de mala condición; y en cuanto a los incurables, desterrarlos en absoluto. Pues, según arguyen, el hombre honesto y que vive para el bien se sujeta a la razón; pero al malo que va tras el placer hay que castigarlo con la pena como a una bestia de carga. Y por esto añaden que las penas que se apliquen deben ser las que más se opongan a los placeres favoritos.
Si, pues, como hemos dicho, es preciso que reciba buena crianza y buenos hábitos el que haya de ser hombre de bien; si ha de vivir después en quehaceres honestos y no hacer el mal ni voluntaria ni involuntariamente, todo esto no podrá obtenerse si los hombres no son compelidos por cierta razón y mandamiento recto, investido de fuerza. Ahora bien, la patria potes¬tad no tiene esta fuerza ni esta necesidad; ni las tiene en general la autoridad de un hombre solo, a menos que sea rey o algo semejante; mas la ley sí tiene poder coercitivo, puesto que es la expresión de una peculiar prudencia y razón. A los hombres que se oponen a nuestros impulsos los tenemos por enemigos, aunque en ello procedan rectamente; pero la .ley no es odiosa cuando prescribe lo justo. Mas sólo en la ciudad de Esparta, con pocas más, el legislador parece haberse cuidado de la educación y los que haceres de los ciudadanos, cuando en la mayoría de las ciudades se han mirado estos asuntos con desprecio, viviendo cada cual como le place y gobernando a su mujer y a sus hijos a la manera de los cíclopes.
Lo mejor sería que en esto hubiese una adecuada asistencia pública. Mas cuando la comunidad se desinteresa de esto, puede admitirse que a cada cual corresponde asistir a sus hijos y amigos en la práctica de la virtud, con las facultades necesarias para llevarlo a cabo o por lo menos para procurarlo. Parece, sin embargo, por lo que hemos dicho, que quien podrá hacerlo mejor será el hombre que, animado de tales propósitos, llegue a ser legislador, pues es claro que si los reglamentos comunes son establecidos por las leyes, los reglamentos satisfactorios son los debidos a las buenas leyes. Y nada importa, al parecer, que se trate de leyes escritas o no escritas; ni que mediante ellas sea uno solo o muchos los que hayan de educarse, ni tampoco que se trate de música o gimnástica u otros ejercicios. Pues así como los preceptos legales y las costumbres tienen vigencia en las ciudades, así también las admoniciones y hábitos paternos la tienen en los hogares, y tanto más cuanto que intervienen el parentesco y los beneficios, como quiera que por naturaleza los hijos están dispuestos a amar y obedecer a sus padres.
A más de esto, la educación individual puede diferir con ventaja de la colectiva, como pasa en la medicina. Al calenturiento en general le aprovecha el reposo y la abstinencia, pero a tal persona podrá no serle de provecho; y ciertamente el maestro de pugilato no prescribe el mismo estilo de lucha a todos sus discípulos. Puede admitirse, por tanto, que la asistencia individual alcanzará resultados más precisos en cada caso particular, porque cada cual alcanza entonces lo que más le conviene. Sin embargo, los mejores cuidados, aun en casos individuales, podrá prestarlos el médico, el maestro de gimnástica y otra persona cualquiera que tenga conocimiento general de lo que conviene a todos o a cierta clase; las ciencias, en efecto, son de lo universal, como sus nombres lo indican. En absoluto, nada impediría tratar como conviene un caso particular aun para un hombre privado de la ciencia, a condición de haber observado experimentalmente y con todo cuidado los resultados en cada caso; y es así como algunas personas parecen ser para sí los mejores médicos, y que serían incapaces de venir en auxilio de otros. Mas con todo, habrá que convenir en que todo el que quiera ser perito en algún arte o ciencia ha de remontar al principio general y conocerlo tanto como sea posible, porque, como queda dicho, éste es el objeto de las ciencias. Pues así también conjetu-ramos que todo el que quiera hacer mejores a sus semejantes por la educación, ya se trate de muchos o de pocos, debe esforzarse por hacerse legislador, si en verdad es por las leyes como podemos hacemos hombres de bien. No es de la competencia de cualquiera conformar bien el carácter de cualquier persona que se le confíe, sino —si es que alguno pueda hacerlo— del que—sabe, como en la medicina y en las otras disciplinas que requieren para su ejercicio cierto tratamiento y prudencia.
LA POLÍTICA
Libro VII
Una vez nacidos los hijos, deberá considerarse de gran importancia para el vigor corporal el género de dieta que se adopte. De la observación de los demás animales, así como de aquellos pueblos cuya preocupación es la de desarrollar una constitución física apta para la guerra, puede verse que la alimenta¬ción más adecuada para el cuerpo es la abundante en leche y escasa en vino, con el fin de precaver ciertas enfermedades. Conviene también que se ejerciten en aque¬llos movimientos que son posibles a esta edad; y con el fin de evitar la distorsión que este ejercicio podría ocasionar en miembros tan tiernos, se acostumbra en al¬gunos pueblos, aún hoy en día, el empleo de ciertos instrumentos mecánicos para mantener los cuerpos derechos. Asimismo conviene acostumbrarlos luego desde pequeños al frío, porque esto es de la mayor utilidad tanto para la salud como' para el servicio militar. De aquí que en muchos pueblos bárbaros exista la costumbre de sumergir a los recién nacidos en una corriente de agua fría, y en otros como los celtas, de hacerles llevar vestidos ligeros. Es mejor, en efecto, inculcarles desde el principio todos los hábitos que sean capaces de adquirir, sólo que gradualmente; y la constitución de los niños, a causa de su calor propio, está bien dispuesta naturalmente para soportar el frío. Estos son pues, con otros semejantes, los cuidados que deben tenerse en la primera edad. La edad que se sigue a ésta dura hasta los cinco años, y en ella no es conveniente iniciarlo todavía en ningún aprendizaje ni ejercicios forzados para no estorbar su desarrollo, aunque sí debe permitírsele el movimiento necesario para evitar la inactividad corporal; y este ejercicio debe estimularse por varios medios y también por el juego. Los juegos no deben ser ni fatigosos ni afeminados, sino como conviene a hombres libres. En cuanto a la clase de historias y mitos que los niños deben oír a esta edad, tomarán de esta cuenta los magistrados que llamamos intendentes de la educación. Todos estos entretenimientos, en efec¬to, deben preparar el camino para las actividades que vendrán después; y por esto los juegos deben ser en su mayor parte imitaciones de lo que más tarde habrá de hacerse en serio. Están en un error los que en las Leyes pretenden prohibir y reprimir los gritos y llantos de los niños, pues contribuyen a su desarrollo por ser en cierto modo una gimnasia corporal. La fuerza en los trabajos que viene en los adultos de contener el aliento, resulta en los niños de dar libre curso a los pulmones. A los intendentes o tutores corresponde igualmente vigilar el empleo del tiempo en esta edad como en otras también, y en particular procurar que los niños estén lo menos posible con esclavos, ya que debiendo ser criados en casa durante todo este tiempo, y hasta los siete años, es lógico pensar que a tan tierna edad puedan adquirir, de lo que oigan y vean, hábitos indignos de un hombre libre. Si hay algo que el legislador debe desterrar de la ciudad es el lenguaje indecente (pues de la ligereza en hablar indecencias síguese la comisión de tales actos); así que debe alejarse esto de los jóvenes para impedir que digan u oigan nada semejante. Y si alguno fuere sorprendido diciendo o haciendo algo prohibido, y es libre pero aún no ha sido admitido a las comidas comunes, deberá castigársele con vejaciones y azotes; y si es adulto, con vejaciones que degraden a un hombre libre, como corresponde a su conducta servil. Y puesto que desterramos todo lenguaje de esta clase, es claro que lo haremos también con la representación de pinturas y obras obscenas. Procuren los magistrados, por lo tanto, que no haya ninguna escultura o pintura que representa estas cosas, a no ser en los templos de ciertos dioses en cuyo culto la ley autoriza la procacidad y permite además que a estas ceremonias sólo vayan los hombres que han alcanzado la edad conveniente, para honrar a los dioses en su propio nombre y en el de sus mujeres e hijos. Pero la ley no debe permitir a los jóvenes asistir a espec¬táculos de yambos y comedias sino hasta que lleguen a la edad en que puedan sentarse a comer y beber en las mesas comunes, y cuando la educación los ha hecho además inmunes a los daños que puedan resultar de estas cosas. Por el momento hemos tratado de estos asuntos apenas de pasada, a reserva de detenemos después en ellos para decidir si habrá que prohibir esas cosas de una buena vez o autorizadas en ciertas condiciones; en la presente ocasión hemos tocado el punto sólo en lo necesario. No lo exponía tan mal Teodoro, el actor trágico, cuando decía que nunca había permitido a otro actor, así fuese un actor mediano, salir a escena antes de él, porque los espectadores se aficionan a lo que primero oyen. Pues esto se aplica también a nuestro trato con la gente y con las cosas, que nos encariñamos más con lo primero. Por esto hay que mantener a los jóvenes ajenos a lo que es malo, a todo aquello sobre todo que implica depravación o sentimientos hostiles. Sólo después de cumplidos cinco años, en el bienio que media hasta los siete, podrán los niños asistir a las enseñanzas que después tendrán que aprender.
Dos son las edades en que debe dividirse la educación: de los siete años hasta la pubertad, y de la pubertad á los veintiún años. Quienes dividen las edades por periodos de siete años tienen razón en general, pero hay que ajustarse a la división de la naturaleza, ya que el propósito del arte y la educación es el de colmar .las deficiencias de la naturaleza. Veamos, pues, en primer lugar, si debe haber alguna ordenación con respecto a los niños; en seguida, si será conveniente que de ellos tenga cuidado la comunidad o los particulares, como ocurre aún en la mayoría de las ciudades; y en tercer lugar, cómo deberá ser esta vigilancia.
Libro VIII
Nadie pondrá en duda que el legislador debe poner el mayor empeño en la educación de los jóvenes. En las ciudades donde no ocurre así, ha resultado en detrimento de la estructura política, porque la educación debe adaptarse a las diversas constituciones, ya que el carácter peculiar de cada una es lo que suele preservada, del mismo modo que la estableció en su origen: el espíritu democrático, por ejemplo, la democracia, y el oligárquico la oligarquía; y el espíritu mejor, en fin, es causa de la mejor constitución. Por otra parte, en todas las facultades y artes se requiere cierta propedéutica y entrenamiento para las operaciones de cada una, por lo que evidentemente se requerirán también para los actos de la virtud. Ahora bien, y puesto que en todas las ciudades es uno el fin, es manifiesto que la educación debe ser una y la misma para todos los ciudadanos, y que el cuidado de ella debe ser asunto de la comunidad y no de la iniciativa privada, como lo es actualmente cuando cada uno se ocupa en privado de la educación de sus hijos y les da la instrucción particular que le parece. Pero el entrenamiento para lo que es común debe ser también común. Al mismo tiempo, sería erróneo pensar que el ciudadano se pertenece a sí mismo, cuando, por el contrario, todos pertenecen a la ciudad desde el momento que cada uno es parte de la ciudad, y es natural entonces que el cuidado de cada parte debe orientarse al cuidado del todo. En esto podríamos encomiar a los espartanos, que no sólo dedican la mayor diligencia a la educación de los niños, sino que la organizan como servicio público.
Es claro, por lo tanto, que debe legislarse sobre educación y que ésta debe impartir se en común. Pero tampoco debemos ignorar qué es lo que constituye la educación y cómo debe educarse. En la actualidad, en efecto, está dividida la opinión en cuanto a las prácticas educativas, pues no todos están de acuerdo sobre lo que deben aprender los jóvenes, ya sea para la virtud, ya para la vida mejor, ni está dilucidado si conviene atender al cultivo de la inteli¬gencia más bien que al carácter del alma. La consideración que se hiciera de la cuestión con base en la educación actualmente en vigor no podría sino traer confusión, pues no está claro en modo alguno si los educandos deben ejerci¬tarse en la práctica de actos útiles para la vida, o cuyo fin sea la virtud, o el conocimiento superior. Cada una de estas tendencias tiene sus críticos; y tampoco se ha llegado a ningún acuerdo sobre los medios que conducen a la virtud, ya que desde el principio no todos honran la misma virtud, por lo que lógicamente difieren acerca de su ejercicio.
En lo que no puede haber duda es en que deben enseñarse aquellos conocimientos útiles que son de primera necesidad, aunque no todos; porque una vez establecida la distinción entre trabajos liberales y serviles, es mani¬fiesto que el ciudadano debe asumir aquellas disciplinas que no envilecen al que se ocupa de ellas. Envilecedores han de considerarse los trabajos, oficios y disciplinas que tornan a un hombre libre, en su cuerpo, en su alma o en su inteligencia, incapaz para la práctica y actos de la virtud. Por esto llamamos viles a todos los oficios que deforman el cuerpo, así como a los trabajos asalariados, porque privan de ocio a la mente y la degradan. Entre las ciencias liberales hay incluso algunas que los hombres libres pueden cultivar, pero hasta cierto punto, pues estudiadas con demasiada asiduidad y con la mira de adquirir un conocimiento exhaustivo, está expuesto a los mismos peligros de que hemos hablado. Asimismo hay gran diferencia en razón del fin que uno se propone al hacer o estudiar algo, pues no es indigno del hombre libre hacer todo eso por interés propio, por los amigos o por la virtud, mientras que si acostumbra hacerlo por servir a otros, su conducta podría parecer mercenaria y servil.
Uno y otro aspecto presentan las disciplinas docentes actualmente estable¬cidas. Cuatro son las materias que se acostumbra enseñar: lectura y escritura, gimnasia, música, y a veces, en cuarto lugar, dibujo. Las primeras letras y el dibujo se enseñan por ser útiles en la vida y tener muchas aplicaciones; la gimnasia porque estimula el valor; en cuanto a la música, podría uno pregun¬tarse por qué. En la actualidad la mayoría la cultivan por puro placer, pero quienes en un principio la incluyeron en la educación lo hicieron porque, como a menudo hemos dicho, la naturaleza misma procura no sólo el trabajo adecuado, sino también estar en capacidad de tener un ocio decoroso, el cual es, para decido de nuevo, el principio de todas las cosas. Siendo ambos necesarios, el ocio es, con todo, preferible al trabajo y tiene razón de fin, por lo cual hemos de investigar cómo debemos emplear nuestro ocio. Segura¬mente que no en jugar, porque entonces el juego sería necesariamente el fin de la vida, lo cual es imposible. Los juegos, en efecto, deben practicarse más bien en conexión con los trabajos (porque el trabajador ha de dar un descanso a su fatiga y el juego es para descansar, mientras que el trabajo va acompa¬ñado de fatiga y esfuerzo). Por esto hay que introducir los juegos, pero vigilando la oportunidad de su empleo como si aplicáramos una medicina, porque la actividad del juego es un relajamiento del alma, y de este placer resulta el descanso. Pero el ocio parece encerrar en sí mismo el placer, la felicidad y la vida bienaventurada. Y esto no lo tienen los que se afanan sino los que huelgan, porque el que se afana lo hace por alcanzar algún fin que no posee, mientras que la felicidad es un fin, y la acompaña, en opinión de todos, no la pena, sino el placer. En lo que ya no están de acuerdo es en cuanto a definir este placer del mismo modo, sino que cada uno lo determina de acuerdo con su propia constitución moral, por lo que el del hombre mejor será el mejor placer y el que procede de fuentes más nobles. Está claro, por consiguiente, que deben aprenderse y formar parte de la educación ciertas cosas para poder dirigir nuestros ocios, y que estos conocimientos y disciplinas tienen un fin en sí mismas, mientras que aquellas otras orientadas al trabajo se estudian por necesidad y como medios para otros fines. Por esto los antiguos incluyeron la música en la educación, no porque fuera necesaria (no lo es en absoluto), ni tampoco útil (como lo son la lectura y la escritura para los negocios, para la administración doméstica, para la adquisición del conoci¬miento y para muchas actividades políticas; ni como el dibujo parece ser útil a su vez para apreciar con mayor acierto las obras de arte), ni, en fin, como la gimnasia, que es útil para la salud y la fuerza (nada de todo lo cual vemos que resulte de la música). No nos queda, pues, sino considerada como un pasa¬tiempo en el ocio, y que ésta es la razón aparente de haberla introducido en la educación, por estimada el divertimiento propio de los hombres libres. De aquí que Homero diga en su poema:
“A él tan sólo
debe invitarse al espléndido festín”;
y luego habla de otros
“que —dice— invitan al aedo que los deleitará atados”.
y en otro lugar dice Odisea que éste es el mejor pasatiempo cuando los hombres están alegres y
“sentados en orden en el banquete de palacio, escuchan al cantor”.
Ha quedado en claro, por tanto, que hay cierta educación que debe impartirse a nuestros hijos, no porque sea necesaria, sino porque es noble y liberal. Si comprende una disciplina o más, y cuáles son éstas y cómo deben enseñarse, hablaremos de esto después. Desde ahora, sin embargo, hemos llegado a un punto tal como para poder aducir el testimonio de los antiguos en la educación tradicional, y lo que suministra la prueba es la música. Y también ha quedado en evidencia la necesidad de enseñar a los niños algunas disciplinas útiles, como el estudio de la lectura y escritura, y no sólo por su utilidad, sino porque mediante ellas pueden adquirirse otros muchos conoci¬mientos. Asimismo deben aprender a dibujar, no para evitar errores en sus compras particulares o para no ser engañados en la compra y venta de diversos artículos, sino más bien porque el dibujo afina la contemplación de la hermosura corporal. El procurar la utilidad en todas ocasiones no conviene en modo alguno a espíritus magnánimos y libres. De otra parte, y siendo manifiesto que la educación debe darse por los hábitos antes que por la razón, y en el cuerpo antes que en la inteligencia, es claro por estas consideraciones que los niños deben ser confiados al maestro de gimnasia y al entrenador depor¬tivo, de los cuales el primero les dará la debida disposición corporal, y el segundo hará otro tanto en lo que concierne a sus actos.
Ahora bien, entre las ciudades que mayor atención parecen conceder a la educación de la juventud, hay algunas que desarrollan en ellos una disposición atlética, pero con detrimento de la forma y desarrollo del cuerpo. Los espartanos por su parte, si bien no han incurrido en este error, los embrutecen a fuerza de fatigas, en la creencia de que es esto lo que más contribuye a la fortaleza viril. No obstante, y como lo hemos dicho reiteradamente, la función educativa no debe atender a esta sola virtud, y ni siquiera a ella como la principal; y aun en la hipótesis contraria, no han aplicado los espartanos el debido procedimiento. No vemos, en efecto, ni en los animales inferiores ni en otras pueblos que el valor se dé en los de índole más salvaje, sino más bien en aquellos más apacibles y de condición semejante a la del león. Hay por cierto muchos pueblos propensos a la matanza y a la antropofagia, como los aqueos y los heníocos entre las tribus que habitan alrededor del Mar Negro, y otros bárbaros del continente, unos tan salvajes como aquellos y otros más, dedicados al bandidaje, pero sin tener por ello la verdadera fortaleza viril. Por otra parte, sabemos que los mismos espartanos aventajaron a los demás pueblos mientras fueron los únicos en practicar la fatigosa disciplina, pero que ahora han sido superados por otros pueblos tanto en los certámenes gimnásticos como en la guerra; porque su superioridad no les venía de ejercitar a los jóvenes de esta manera, sino de que ellos practicaban este ejercicio y los otros no. En conclusión, pues, es lo noble y no lo salvaje lo que ha de llevarse la palma, porque no es el lobo ni otra alguna entre las fieras el que afrontará un riesgo hermoso, sino más bien el varón esforzado. Permitir a los jóvenes practicar en exceso esta clase de ejercicios y dejados sin instrucción en las disciplinas necesarias, es en realidad degradados y tornarlos útiles para una función apenas del ciudadano, y aún en ésta, como lo ha demostrado nuestro argumento, inferiores a otros. A los espartanos, en efecto, no hemos de juzgados por sus éxitos anteriores, sino por su posición actual, pues ahora tienen rivales en la educación, y antes no los tenían.
En la actualidad existe acuerdo en cuanto a la necesidad de la gimnástica y el modo de practicada. Hasta la pubertad deben practicarse ejercicios ligeros, evitando dietas severas y esfuerzos violentos, a fin de que no haya ningún impedimento al desarrollo. Prueba no desdeñable de que puede produ¬cirse este resultado, es que en los certámenes olímpicos apenas se encontrarán dos o tres personas que hayan vencido, como adultos después de haberlo hecho como jóvenes, a causa de haber perdido su fuerza quienes desde jóvenes se someten a la práctica de ejercicios penosos. Pero después de haber pasado tres años a partir de la pubertad en el cultivo de otras disciplinas, entonces sí será conveniente emplear la edad que sigue en ejercicios duros y dietas rigurosas. No se debe fatigar a la vez la mente y el cuerpo, porque en la naturaleza de una y otra clase de ejercicio está el producir un efecto contrario, siendo el trabajo del cuerpo un obstáculo al desarrollo de la mente, y el de ésta al del cuerpo. Acerca de la música hemos ya suscitado algunas cuestiones en este discurso, pero será conveniente plantearlas de nuevo más a fondo, a fin de dar como la pauta de los ulteriores razonamientos que puedan hacerse sobre ella. No es fácil definir su influencia ni decir el motivo por que debe cultivarse; si por divertimiento y reposo, como el sueño y la bebida (cosas que por sí mismas no son buenas, sino agradables, y que son una cesación de los cuidados, como dice Eurípides, y por esta razón suele clasificársela con aquellas cosas y usarse de todas ellas del mismo modo, sueño, bebida y música, e inclusive añaden la danza). ¿O no deberemos más bien pensar que la música tiene alguna influencia en la virtud (y que así como la gimnasia confiere al cuerpo ciertas cualidades, otro tanto hace la música con el carácter, acostumbrándonos a recreamos rectamente)? O también (y sería esto una tercera posibilidad) que la música contribuye en algo al entretenimiento intelectual y a la cultura moral. No es difícil ver que la educación de los jóvenes no debe tener por fin el juego; no se aprende jugando, sino que el aprendizaje va con dolor. Pero tampoco debe darse a los niños o adolescentes un solaz elevado, pues a nada que sea imperfecto le conviene lo que tiene razón de perfección final. Mas podría quizá pensarse que el esfuerzo de los niños tiene como finalidad prepararlos al recreo cuando sean hombres maduros y acabados. Pero en este caso, ¿por qué habrían de aprender ellos mismos la música, en lugar de recibir el placer y la influencia educativa que trae consigo el escuchar a otros ejecutantes, como lo hacen los reyes de los persas y los medos? Y esto sin contar con que necesariamente es mejor la ejecución de aquellos que han hecho de este arte su profesión artística, que no la de quienes le han dedicado el tiempo estrictamente necesario para aprenderla. Si por nosotros mismos hubiéramos de ejercitamos en estas cosas, deberíamos también tomamos el trabajo de preparar las viandas, lo cual es absurdo. La misma dificultad se presenta si consideramos la música bajo el aspecto de su influencia en la elevación del carácter; ¿por qué habríamos de aprenderla personalmente en lugar de escucharla de otros y educar así nuestro gusto y nuestro juicio, como hacen los espartanos, los cuales, a lo que se dice, pueden sin previo aprendizaje discernir rectamente los cantos buenos de aquellos que no lo son? Y el mismo argumento se aplicaría aun en el caso de que hubiéramos de servirnos de la música para la serenidad del ánimo y como entretenimiento digno del hombre libre: ¿qué necesidad tendríamos de apren-derla personalmente en lugar de disfrutarla en la ejecución ajena? Conside¬remos la concepción que tenemos de los dioses: el Zeus de nuestros poetas no es el que canta y tañe la cítara; y acá entre nosotros consideramos a los músicos profesionales como gente de inferior condición, y su actividad como no propia de un varón, a no ser que esté embriagado o jugando.
Quizá, empero, debemos considerar estos problemas más adelante. Lo que primero procede investigar es si la música debe incluirse o no en la educación, y en qué sentido actúa de los tres que. hemos discutido, si como educación, como juego o como solaz o divertimiento. En todos estos órdenes puede razonable¬mente colocarse y de todos ellos parece tener algo. El juego tiene por fin el reposo, y el reposo es necesariamente agradable, siendo como es un remedio de la pena causada por los trabajos. El divertimiento a su vez, en la opinión común, debe ser no sólo bello, sino placentero, y en la felicidad entran como ingredientes belleza y placer. Ahora bien, de la música todos afirman ser una de las cosas más agradables, tanto sola como acompañada de canto. (Museo) por lo menos dice que “lo más grato para los mortales es el canto”, y por esto se le introduce con razón en las reuniones y diversiones sociales, en la creencia de que puede proporcionar alegría); y de aquí que pueda aceptarse que los jóvenes deban recibir educación musical. Todos los placeres inocentes contribuyen no sólo a los fines humanos, sino a la tregua del ánimo; y como a los hombres les acontece raramente alcanzar la felicidad, pero a menudo se reposan y divierten no con un fin ulterior sino por placer, puede serles útil repasarse en el placer de la música. Ocurre también que los hombres hacen de la diversión un fin, sin duda porque el fin de la vida implica cierto placer, aunque no un placer cualquiera, y al procurar este último de nuestra conducta: el fin, en efecto, es deseable por sí mismo y no por ningún otro resultado ulterior, y los placeres de la diversión a su vez tampoco se proponen ninguna cosa futura, sino que tienen por causa las pasadas, como los trabajos y el dolor. Tal podría ser probablemente la causa de que los hombres procuren la felicidad mediante estos placeres; pero no es ésta la única de que se ocupen de música, sino también, a lo que parece, en razón de que la música contribuye al reposo. Mas con todo esto, es preciso investigar si no será éste un efecto accidental y si la naturaleza de la música no es más valiosa que la sobredicha utilidad, y si en consecuencia, deberemos participar no tan sólo del placer común que de ella deriva y que todos perciben (porque la música implica un placer natural, y por esto es amable su uso en todas las edades y a todos los caracteres), sino ver también si de alguna manera no influye en la formación del carácter y del alma.. Sería evidentemente el caso si por ella nos viésemos afectados en nuestra condición moral; y que así ocurre se ve por el efecto de muchas melodías, sobre todo por las de Olimpo, las cuales, como generalmente se reconoce, producen entusiasmo en las almas, y el entusiasmo es una afección del carácter del alma. Las representaciones imitativas por su parte, aun prescindiendo de los ritmos y melodías, despiertan en todos los oyentes sentimientos afines. Ahora bien, y como ocurre que la música es una de las cosas que dan placer, y la virtud por su parte consiste en gozar, amar y odiar rectamente, se impone con evidencia la necesidad de aprender y habi¬tuarse sobre todo a juzgar con rectitud y a complacerse en los caracteres virtuosos y en las bellas acciones. Pero es en los ritmos y melodías donde encontramos las semejanzas más perfectas, en consonancia con su verdadera naturaleza, de la ira y de la mansedumbre, de la fortaleza y de la templanza, como también de sus contrarios y de todas las otras disposiciones morales, (¿O no lo demuestran así la experiencia, cuando quiera que sobreviene un cambio en nuestra alma después de estas audiciones?) El dolor o el gozo a que nos habituamos en la representación artística no está lejos del modo que tenemos estos sentimientos en la realidad. (Si alguien, por ejemplo, se alegra de ver la imagen de una persona por no otro motivo que la contemplación de la forma, necesariamente le dará también placer la visión actual de aquel cuya imagen contempla.) En las demás sensaciones no se da imitación alguna de los estados morales, por ejemplo en las del tacto y el gusto, y débilmente en las de la vista. (Hay figuras, es cierto, representativas del carácter, pero en grado reducido, y no todos perciben sensiblemente dicha representación. Además, no son propiamente imitaciones de estados morales, sino que más bien son apenas signos de ellas las figuras y colores, y estas indicaciones aparecen en el cuerpo en las pasiones. En la medida, sin embargo, que hay diferencia en los efectos de esta contemplación, no deben los jóvenes contemplar las obras de Pausón, sino las de Polignoto y demás pintores y escultores de inspiración moral). En las obras musicales, por el contrario, hay directamente imitaciones de estados morales. La prueba está en la diferencia que desde luego se ofrece en la naturaleza de las melodías, de suerte que los oyentes son afectados de modo distinto y tienen diferente reacción con respecto a cada una de ellas. Unas hay que los ponen en disposición más triste y recogida, como el modo llamado mixolidio; otras relajan la mente, como las melodías lánguidas; otras producen un estado de moderación y compostura, como parece hacerlo únicamente el modo dórico, en tanto que el modo frigio inspira el entusiasmo. Estas son las acertadas conclusiones de quienes han filosofado sobre esta parte de la educación y que han aducido la experiencia en testimonio de sus argumentos. Del mismo modo es en lo tocante a los ritmos. Unos tienen un carácter más reposado; otros más movido y de éstos unos inducen emociones más vulgares y otros otras más propias de un hombre libre. De todo lo anterior resulta con evidencia que la música es capaz de producir cierto efecto en el carácter del alma; y puesto que tiene este poder, es claro que habrá que dirigir a los jóvenes hacia la educación musical. La enseñanza de la música conviene además a la naturaleza juvenil, ya que en razón de su edad, los jóvenes no toleran de buen grado nada que no esté endulzado por el placer, y la música es por naturaleza dulce. Parece, además, que en nosotros hay algo emparentado con la armonía y el ritmo, y por esto dicen muchos sabios que el alma es una armonía, y otros que tiene armonía.
Hemos de pronunciamos ahora sobre la cuestión antes suscitada, de si los jóvenes deben aprender música cantando y tocando ellos mismos o no. No es difícil ver que cuando se trata de adquirir cierta cualidad, hay gran diferencia según que uno tome o no parte en los actos que la producen, ya que es imposible o difícil llegar a ser buenos jueces de obras que no se han practi¬cado. Los niños, además, deben tener alguna ocupación; y así, se ha de tener por un admirable invento la sonaja de Arquitas, que se da a los infantes para que se entretengan con ella y no rompa las cosas de la casa, porque los pequeños no pueden estarse quietos. Pues así como la sonaja es una ocupación conveniente para los infantes, la educación musical hace las veces de sonaja para los muchachos mayores. De lo dicho queda de manifiesto la necesidad de que la música se enseñe de tal modo que los alumnos participen en la ejecución. No es difícil tampoco discernir lo que conviene o no conviene a cada edad, ni resolver la objeción de quienes afirman que envilece la práctica musical. En primer lugar, y puesto que el motivo de esta práctica es la formación del juicio, deberán los adolescentes, mientras están en esta edad, tomar parte en la ejecución, pero para abandonada cuando sean mayores y poder entonces apreciar las obras bellas y gozar rectamente gracias al aprendi¬zaje que hicieron en la juventud. En cuanto al reproche que se hace a la música por su supuesto efecto degradante, no es difícil desvirtuarlo si se tiene en cuenta el grado de práctica musical que han de tener quienes se educan para la virtud política, qué melodías y qué ritmos deben practicar, y en qué instru¬mentos. han de hacer su aprendizaje, ya que todo esto introduce naturalmente cierta diferencia. En estos puntos estriba la respuesta a aquella censura, ya que nada impide que ciertas formas musicales produzcan el inconveniente antes apuntado. Es manifiesto, en conclusión, que el aprendizaje de la música no debe ser un obstáculo para las actividades de los años maduros, ni degradar el cuerpo o tornado inútil para los ejercicios propios del soldado y del ciuda¬dano, ya sea en la actividad práctica, ya también en la teorética. Para evitar todo esto, deberían quienes hacen este aprendizaje no esforzarse en participar en certámenes profesionales, ni ejecutar obras extraordinarias y de virtuosismo como las que ahora se han introducido en los certámenes y que de ahí han pasado a la educación; y una vez excluidos estos excesos, proseguirán su educación hasta poder gozar de las bellas melodías y ritmos y no sólo del placer común de la música, como algunos animales inferiores y la mayoría de los esclavos y de los niños...
Con relación aun a las armonías y a los ritmos, es preciso considerar si para los fines educativos hemos de acoger toda suerte de distinción; y en segundo lugar, si estableceremos la misma regla para los que practican la música con propósito educativo, o bien una tercera distinta. (Y como por otra parte vemos que la música consta de melodía y ritmo, no debe pasamos desapercibida la influencia que cada uno de estos elementos tiene en la educación), por lo que debemos preguntarnos si en la música será preferible la perfección de la melodía o bien la del ritmo. Pero como estimamos que sobre estas cuestiones se han expresado con abundancia y propiedad ciertos músicos modernos y todos los filósofos que tienen experiencia de la educación musical, remitimos a ellos a quienes quieran investigar minuciosamente cada uno de estos puntos, y por ahora los trataremos como lo haría el legislador , declaran¬do tan sólo los principios generales acerca de ellos. Aceptamos la división de las melodías establecida por algunos filósofos, que las clasifican en expresivas del carácter, de la acción, y a cada una de las clases atribuyen las armonías que les son afines según su naturaleza. De nuestra parte afirmamos que la música no debe practicarse por un provecho único, sino por mucho. (Uno es la educación; el otro la purificación—por ahora nos servimos simplemente de este término de purificación a reserva de explicado más claramente en la Poética—; y el tercero es el divertimento, como relajamiento y cesación del esfuerzo.) Es claro, por tanto, que debemos emplear todas las armonías, aunque no todas de la misma manera, sino que para la educación hay que recurrir a las que son más expresivas del carácter; y para la audición, ejecuta¬das por otros, también a las que son expresivas de la acción y de la emoción. (En todas las almas, en efecto, se dan las emociones que en algunas revisten particular rigor, y las diferencias son sólo de grado: así por ejemplo, la compasión, el temor y el entusiasmo. Algunos incluso, son especialmente dóciles a la inspiración entusiástica, como vemos que acontece en ellos por influencia de la música sacra y cuando entonan cantos que producen en el alma una excitación religiosa, que es como si se encontraran bajo una terapéu¬tica purificadora. Pues lo mismo padecen necesariamente los que a su vez son propensos a estados de compasión y de terror, o afectados en general de otra pasión cualquiera en la medida en que concierne a cada uno, por lo que en todos se produce cierta purificación y alivio acompañado de placer. De manera semejante los cantos purificativos inspiran a los hombres una inocente alegría.) Estas armonías y melodías deben pues prescribirse para los participantes en concurso de música teatral...
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