Considérese qué efectos, que
puedan tener concebiblemente trascendencia práctica, concebimos que tiene el objeto
de nuestra concepción. Entonces, nuestra concepción de esos efectos es el todo
de nuestra concepción del objeto.[1]
De inmediato, queda excluida
la metafísica, y el conocimiento se ve solamente como conocimiento de efectos;
la verdad es simplemente la observación de las consecuencias del actuar. A
pesar de la reacción creciente contra las doctrinas clásicas, los títulos de
las disciplinas que iban apareciendo se continuaban tomando del griego, y así
como la palabra psicología, salió de Psyjé, mente, y lógos, estudio,
de igual manera Peirce tomó del griego la palabra pragma que
significaba acción o acto y nos dio el nuevo concepto de pragmatismo. El
pragmatismo se convirtió en la moda del pensamiento radical de la época y
se puede ver en los primeros escritos de Dewey, cuando residía en Chicago, en
los que se dedicó a aquellas cosas muertas y remotas que pasaban por
conocimiento. Ahora Dewey se interesó por la educación y la institución de
la escuela porque creía que la filosofía, en esencia, es “la teoría generalizada
de la educación”.[2] Y de esa manera, siguiendo su
aceptación creciente del pragmatismo, vio que si tal criterio se aplicaba a la
actividad escolar, gran parte de esta última se llegaría a considerar en menos
que insignificante; era positivamente deseducativa, en el sentido más profundo
del término.
¿Qué, de hecho, ocurría en la
mayor parte de las escuelas hacia finales del siglo XIX? Obviamente es una
pregunta que requiere una respuesta muy plena y compleja, pero por lo general
las características principales están claras. No obstante las ideas de Rousseau
y sus seguidores, el modelo tradicional seguía siendo dominante. La
educación, en buena parte, se concebía como el proceso de la instrucción formal
primordialmente en los elementos relacionados con las letras y con las
habilidades vocacionales respectivas y secundariamente como adquisición de una
amplia gama de conocimientos. Muchos de los reformadores e innovadores en
educación ejercían una influencia moderada en casos particulares, pero el
cuadro general era, a pesar de todo, muy uniforme. El reavivamiento clásico
dominaba las metas educativas, hasta el grado de que, más allá del nivel de
socialización, se consideraba que llevaban al logro de la virtud, en el
concepto clásico, inmutado desde la areté de Platón y Aristóteles y
la virtus de Cicerón y Quintiliano. El cometido de la escuela
era iniciar al niño en la cultura de la civilización, pues a medida que la
mente se disciplinaba se formaba el carácter ético, como lo había defendido
convincentemente Johann Friedrich Herbart (1776—1841). Todo esto provenía
de la creencia de que el conocimiento era un corpus bien ordenado de informaciones,
organizado en disciplinas básicas, como la literatura, el lenguaje, la
historia, la geografía, las matemáticas y así sucesivamente, cuerpo
que, según se sostenía, poseía una existencia independiente. El paradigma
más usual sobre lo que era la mente, era la idea aristotélica de la Tábula
rasa o pizarra en blanco, que tenía una capacidad latente de recibir y
ordenar el conocimiento (Aristóteles la denominó “facultad innata de
discernimiento”).[3] De igual manera se creía en el siglo
XIX que la mente poseía capacidades específicas o “facultades”, como la
memoria, la voluntad, la perseverancia (algunas listas son inmensamente
largas), que se podían fortalecer mediante el ejercicio; de manera especial el
ejercicio verbal. El concepto del ejercicio de las facultades, conocido como
disciplina formal, guiaba gran parte de las actividades docentes.
La tarea del maestro se sabía
muy bien: tenía la responsabilidad de organizar el conocimiento de una manera
estructurada, empleando por lo general tales principios de ordenamiento como el
paso de lo simple a lo complejo, de lo conocido a lo desconocido,
comunicándoselo a los alumnos, sea oralmente, por escrito en la pizarra, o
haciendo que leyeran en libros o en mapas. Los alumnos debían aprender de
memoria esa información, y por lo mismo se empleaba el coro y otras técnicas
mnemónicas, pensándose que con el tiempo la mente se organizaría como era
conveniente conforme al paradigma paralelo de la objetividad ordenada del
mundo exterior. En fin, el propósito de la enseñanza era lograr una pauta
verbal y simbólica del conocimiento en la mente supuestamente receptiva del
niño. Sin embargo, siempre había un problema que presentaban los propios
alumnos. Ese método de enseñanza, de manera especial porque eran comunes las
clases numerosas, significaba que los niños debían quedarse sentados
quietamente para poder captar las palabras del maestro. Se premiaba la
pasividad; como se decía con ingenio en lengua inglesa las escuelas eran “sit—stilleries”[4] por lo que el maestro tenía un
cometido más, que era el de mantener el orden. De todas formas, como los niños
seguían charlando, meneándose y distrayéndose, en la escuela de aquella época
había pláticas complementarias de premios y castigos, que de ordinario se
conocían bajo la noción general de disciplina. En la opinión de aquel entonces,
la buena enseñanza debía hacer que el niño adoptara una actitud positiva, por
lo que la “motivación” se convirtió en una actividad pedagógica importante,
entendíase por ésta que el maestro suscitara en el niño el interés por la
materia que se debía aprender. Se otorgaban premios, siempre exteriores a
la tarea, cuando ésta se llevaba a cabo satisfactoriamente, y esta
práctica se institucionalizó en una de las grandes paradojas: las recompensas
con frecuencia asumían la forma de una exención de trabajo ulterior, hasta el
grado de que se permitía al niño abandonar la escuela antes de que sonara la
campana. Los castigados operaban a la inversa, y así cuando no se lograba
aprender, generalmente se acrecentaba la carga laboral que el niño no había
logrado concluir, o se recurría a la azotaína o a la vara. Esos
procedimientos, al propio tiempo, se creía que estructuraban el carácter moral
y conducían al cultivo de la virtud.
Dewey reaccionó vigorosamente
contra tal práctica general. No estaba solo, desde luego, aunque nunca fulminó
con la intensidad de Joseph Rice, crítico contemporáneo de las escuelas, cuyos
amargos denuestos estimularon una ola de reformas. La reacción de Dewey,
que era característica de él, se encauzó en una argumentación, construida filosóficamente
de una manera resuelta. El mal de la educación a principios del siglo XX,
sostenía, era casi su total insignificancia: era una preparación de esclavos.
Las metas de la virtud y del carácter moral se imponían desde arriba a partir
de una metafísica dudosa, quizá vacía; el plan de estudios era un conjunto
abrumador de conocimientos y un corpus en el peor sentido posible: o
sea, del todo inanimado. La entera psicología del niño como ser humano integral
estaba violada; mente y cuerpo estaban separados, como abstracciones, suprimido
este último violentamente si era necesario. Todo estaba encauzado a que la
mente “empollara” vastas cantidades de fórmulas verbales en su mayoría,
disfrazadas de conocimiento, vacías de contenido real e impuestas por un
maestro necesariamente autoritario; todo aparte de cualquier contexto
experimental en el que un principio se hubieran originado. La educación
tradicional, según aseveró una y otra vez, era autoritaria; se fundaba en que
el alumno necesariamente tenía que depender de la mente y voluntad de otro.
Bajo tales circunstancias ¿cómo podían los jóvenes convertirse en miembros
participantes y constructivos de una democracia cuyas metas eran ampliar las
potencialidades de buena vida para todo el mundo? Dewey proporcionó una
respuesta que entusiasmó primero a Norteamérica y luego a gran parte del mundo
occidental. Todo el concepto y práctica de la educación, afirmó, debía cambiar
radicalmente.
Fue este plan de reforma lo
que constituye la reforma más significativa de Dewey, y es la que se
plantea con detalle en su primer gran escrito educativo, Democracia
y educación, publicado en 1916. Sostenía que toda la educación debía ser
científica en el sentido riguroso de la palabra. La escuela debía
convertirse en un laboratorio social donde los niños aprendieran a someter la
tradición recibida a pruebas pragmáticas de la verdad; el conocimiento acumulado
por la sociedad debería verse operar de manera palpable. Y además éste debía ser
un proceso continuado: la escuela' debía desarrollar en el niño la competencia
necesaria para resolver los problemas actuales y comprobar los planes de acción
del futuro de acuerdo con un método experimental. Ese libro, donde se
planteó esa doctrina revolucionaria, se convirtió de inmediato en el centro de
interés educativo en todo Norteamérica y estimuló una discusión tremenda y
algunas reacciones acerbas. Prosiguó siendo un libro influyente durante los
decenios que siguieron y actualmente se sigue imprimiendo.
La base de la teoría educativa
de Dewey no es metafísica en el sentido tradicional, sino que más bien comienza
su tesis desde un punto de partida antropológico y psicológico. La vida,
afirma, busca su propia razón de ser, que el hombre se procura mediante la
sociedad organizada. La educación es fundamental en ese proceso porque permite
que el individuo mantenga su propia continuidad, aprendiendo las técnicas de
supervivencia y de desarrollo a partir de la experiencia acumulada por su
grupo. A medida que la vida se vuelve más compleja, la educación también se
transforma en algo más “formal” que “intencional” y en gran parte está
dirigido a lograr que el joven acabe aceptando la moralidad de su sociedad. En
este punto, dos son las sendas posibles: o bien ver que esa moralidad —en
el sentido pleno de modo de ser de la sociedad— es algo cerrado, fijo e
inmutable, o considerada como abierta, tentativa y sujeta a revisión, a la luz
de la continuada experiencia social. Sólo este último camino debería ser el
admitido en una democracia, porque tal sistema se basa por definición en las
presuposiciones del valor inalienable y de la dignidad por igual en todas las
personas. De tal suposición siguen importantes implicaciones educativas. El
niño, cuya característica dominante es la plasticidad, ha de mantenerse en esa
tesitura; debe ser animado a que siga esta proclividad “natural” a buscar,
inquirir, explorar y sumergirse en el ambiente y aprender de la experiencia.
Esto conduce, según Dewey, a un crecimiento, entendiendo por ese concepto
fundamental la noción de la forma más deseable de comportamiento humano, que es
la disposición de reaccionar siempre a las nuevas situaciones con interés,
flexibilidad y curiosidad. El hombre ha de buscar siempre responder
creativamente. Lo contrario es responder con una solución dada, un prejuicio,
donde se impone una actitud estática, ya mantenida, una creencia, sobre la
nueva situación. Este último enfoque, aseveraba, era exactamente el propugnado
por las escuelas: cerraban los ojos del niño imponiéndole opiniones determinadas
acerca del mundo y soluciones previamente desarrolladas. Esta, es claro, era su
objeción al tipo de escolaridad arriba descrito que predominaba en el siglo
XIX. En ese esquema, a los niños se les enseñaba en virtud de un plan de
estudios preordenado, obligándoseles a ver el mundo de una manera fija, acabada
y ordenada. Su único logro posible era ver cuánto podían memorizar de todo
ello.
¿Cómo, pues, reconcilió Dewey
los dos conceptos de la prioridad de la continuidad social con la necesidad de
la flexibilidad del individuo? Principalmente arguyendo que la experiencia
colectiva de una sociedad democrática debía verse como una fuente para resolver
problemas futuros. De esa manera vio la historia y toda la enseñanza
organizada como “asignaturas”, taxonomía de soluciones previas. Así, el
niño debía aproximarse a las asignaturas como a conjuntos de material que
mantenían nexos posibles con la acción futura; eran materias que no se
debían reverenciar y aprender de memoria por ser lo que eran. Gran parte de la
enseñanza escolar era puramente verbal, de manera que los niños memorizaban las
cosas sin saber lo que decían. Dewey reconoció que la asignatura tenía la
posibilidad, si se usaba adecuadamente, de ampliar el significado de nuestra experiencia,
pero a menudo no era más que una forma árida y machacona de recitación
enciclopédica, que por lo general no tenía relevancia para las experiencias
reales de la vida del individuo. Actividad es uno de los términos clave de
Dewey; es la característica humana dominante. El hombre actúa
constantemente para mantener la continuidad de la vida, porque la constancia
de la continuidad, y por tanto la supervivencia, son parte del orden de la
naturaleza. Dewey consideró la vida como una secuencia continua de retos, punto
de vista que se encarecía más en la época en que le tocó vivir. La
ciencia, la tecnología y la industria estaban brotando, y las verdades de ayer
iban siendo sobreseídas rápidamente por los adelantos de la investigación
experimental. Dewey fue claro en su aceptación de la industria; hemos de
procurar la máquina porque es el instrumento por medio del cual la gente puede
quedar liberada de las ocupaciones rutinarias esclavizantes y puede disfrutar
de una vida de actividad creativa y bien determinada. De aquí derivó otra
de sus grandes ideas educativas: la educación debía estar en consonancia con la
sociedad, la que en ese tiempo era una democracia industrial en desarrollo. La
educación en sí debía ser un proceso democrático de actividad conjunta, guiada
por la forma más excelsa de resolución de problemas jamás ideada: el método
científico. Así, ya en los años de Chicago, Dewey concebía la escuela como
un laboratorio, no como una destilería, y e! aprendizaje como experimentación y
búsqueda de lo desconocido, no como una absorción pasiva de “hechos”
exteriores. Desatornilló los pupitres del suelo, y en su vez puso bancos de
laboratorio; desapareció la mesa del maestro y se permitió a los niños que se
levantaran, que se movieran y hablaran, al tiempo que estudiaban asuntos
relacionados con la vida. Con el paso de los años fue apareciendo una tremenda
literatura sobre el aprendizaje “activo”, junto con un método afín, el
“proyectivo”.
La perspectiva experimental es
esencial para dar soluciones constructivas, y Dewey fue de sus iniciadores en
el pensamiento educativo. ¿Cuándo pensamos realmente? se preguntaba, y su
respuesta estuvo pronta: cuando se nos desafía. Y los retos, com vo ya se
ha señalado, son parte de nuestra vida. Así vino su siguiente pregunta: ¿cómo pensamos? Y
esa respuesta, en este caso, ofrecía dos alternativas: aceptando las opiniones
ajenas, o bien participando nosotros mismos en un proceso de investigación
crítica. El primer enfoque no es propiamente pensamiento y es característico
del esclavo: el hombre democrático debe alcanzar soluciones genuinas. Así,
siguiendo lo que creía que era el método científico, Dewey planteó una
secuencia de cinco estadios del acto completo del pensamiento. Pensamos,
en el sentido pleno de la palabra, cuando nos vemos retados por un problema que
nos estimula a buscarle una solución. El paso siguiente es recoger datos;
inquirir las condiciones que causan el problema. Luego pensamos una secuencia
ordenada de etapas hacia una solución, o en palabras de científico, construimos
una hipótesis y posteriormente la comprobamos con la aplicación, la cual, en
caso de que rinda una confirmación, resuelve el problema. Si la hipótesis no se
confirma, entonces volvemos a los datos y empleamos la hipótesis fallida como
un elemento más, a la par que tratamos de estructurar una nueva hipótesis
tomando en cuenta nuestra experiencia anterior, y procedemos como antes. La
verdadera ciencia del laboratorio con frecuencia debe reconstruir hipótesis
muchas veces antes de que lleguen las soluciones finales, y lo mismo vale decir
de la vida humana en general. Dewey se opuso siempre tanto al dualismo de la
metafísica tradicional (mente-cuerpo, sujeto-objeto, ser-devenir, etc.) como a
la tendencia constante de dar sustancia a las abstracciones. Por lo mismo
criticó conceptos tales como mente, inteligencia, interés, atención y
disciplinas en las discusiones educativas. En efecto, fue la creencia de que
esos y otros muchos términos tienen una existencia sustantiva la que, en su
opinión, había conducido a las malas características de la educación
tradicional. No poseemos una “mente” que fuera una entidad separada
contenida en sí; participamos siempre como personas que reaccionan de una
manera total. No hay facultades abstractas de inteligencia, interés, atención y
disciplina; por el contrario, cuando operamos en busca de solución científica a
los problemas actuamos inteligentemente y en tal actuación nos comprometemos (o
“interesamos”, del latín inter est, o sea, estar entre el que actúa y
la actividad), atendemos y controlamos nuestra conducta. Por lo mismo,
Dewey creía que si las escuelas basaran sus actividades en la investigación
científica desaparecería una buena cantidad de obligación y coerción, y se
harían innecesarias, más bien redundantes, prácticas falsas tales como la motivación.
Y esto, a su vez conduciría a la desaparición de uno de los máximos enemigos de
la democracia, el dualismo, heredado de los griegos, de ocio y trabajo. No hay
nada que intrínsecamente sea liberal o aliberal: todo aquello que contribuye a
la solución de los problemas es potencialmente liberador, y no es exclusivo de
ninguna clase especial de estudios. Por el contrario, todo aquello que impida
la actividad creativa, como ocurre con gran parte del plan de estudios
tradicional de las humanidades, es potencialmente aliberal.
¿Cómo, pues, adquiere el
individuo su moralidad? ¿Cómo llega a desarrollar un conjunto de valores
propios? Una vez más, Dewey encontró la respuesta en su teoría científica
y democrática. Su rechazo de un sistema axiológico externo impuesto desde
arriba, como el que invocan las metafísicas tradicionales fue la causa de mucha
de la oposición que le presentó la Iglesia. Dewey sostenía 'que la
moralidad se aprende dentro de un contexto social observando las reglas
correspondientes, y esas reglas en su teoría emergen de una experiencia
conjunta y compartida. Así, el maestro es a la vez un alumno cooperativo, pero
mayor y más sensato. Su cometido consiste en auxiliar al niño a aprender los
valores de la participación democrática, no impartiendo información sino
inquiriendo las situaciones problemáticas. Así, pues, en una sociedad
auténticamente democrática, la educación debería quedar controlada por el
Estado y todo el mundo debería acudir a la escuela, independientemente de su
sexo, religión, destreza o clase social. Cualquier otro sistema es divisivo e
inculca principios antidemocráticos; por lo mismo carece de función educativa
genuina e inhibe el aprendizaje de los valores democráticos más amplios. Los
valores no siempre quedan definidos tan ampliamente, y Dewey se dio cuenta del
hecho de que el término de “valores” al igual que muchos otros que empleamos es
una abstracción. En la práctica sólo está el acto de valorar, y éste se realiza
mediante el método científico. Aprendemos cuando, enfrentados a la
necesidad de escoger entre diversas posibilidades de acción, nos dedicamos a
construir hipótesis que, por definición, anticipan las consecuencias de
determinado modo de actuar. El proceso de formar hipótesis sanas presupone
el juicio, puesto que un acto completo de cogitación comporta
anticipar las consecuencias para los demás, para la comunidad en general, y
para el ambiente tanto como para nosotros mismos. No quiere esto decir que toda
hipótesis logre tal objetivo en todos los casos; si pudiéramos, afirmó Dewey,
viviríamos en un mundo acabado. Debemos aceptar el hecho de que podemos
fracasar y de que nuestras hipótesis pueden ser imperfectas; debemos aceptar
siempre las limitaciones a nuestra visión, lo mismo que la realidad de que la
solución a los problemas, incluso cuando llega a funcionar y por lo tanto
corresponde a la prueba pragmática de la verdad quizá sólo sea parcial. Es
decir, que estamos dispuestos a cometer errores. Pero para garantizar y
mantener la democracia no podemos ser negligentes. Siempre debemos estar alerta
respecto de la naturaleza tentativa de nuestras conclusiones y de las
limitaciones de nuestro entendimiento. La genuina moralidad proviene siempre de
buscar continuamente el ser flexibles, estar alerta y creativamente preparados
ante los nuevos desafíos; trasmitir esta cualidad a los más jóvenes es el
propósito más excelso que se puede dar a la educación.
BIBLIOGRAFIA
SELECTA
Dewey escribió gran cantidad de libros, cuyos
títulos más importantes en materia educativa son los siguientes, en orden
cronológico:
- The School and
Society, Chicago University Press, Chicago, 1899: 2da ed. 1915.
- The Child and the
Curriculum, Chicago
University Press, Chicago, 1902; reimpreso en un solo volumen con The School and Society, por Chicago University Press (Phoenix Boods),
1956.
- How we think, D. C. Heath, Boston, 19lo; edición corregida,
1933.
- Democracy and
Education, Macmillan,
Nueva York, 1916.
- Experience and
Education, Kappa
Delta Pi Lectures, Lafayette (Indiana), 1938; publicado por Macmillan
(Collier Books), Nueva York, 1963.
- Las
obras completas de Dewey se citan en John Dewey: A Centennial
Biography, a cargo de M. H. Thomas, University of Chicago
Press, Chicago, 1962.
[1] C. HARTSHORNE y
P. WEISS (a su cargo), Collected Papers of Charles
Sanders Peirce. Harvard University Press,
Cambridge (Massachusetts), 1960, vols 5-6, p. l.
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