sábado, 26 de mayo de 2012

Características principales del pensamiento educativo de Dewey


Cuando su nombramiento en Chicago, las ideas de Dewey ya habían empezado a cambiar y aceptaba los nuevos estilos de pensamiento que estaban en boga. Como reacción a la metafísica del idealismo absoluto, cada vez era mayor el movimiento de aceptación de doctrinas más empíricas y radicales. Las tesis de Darwin habían destronado al hombre de su lugar como centro del universo, a la par que antropólogos como Malinowski y Fraser mostraban cuán variadas y relativas eran las prácticas humanas, mientras que G. H. Mead hacía lo mismo en sociología. El nuevo estudio de la psicología empezaba a surgir a partir del examen de la naturaleza del hombre, de lo cual era un brillante exponente William James. Todo este creciente movimiento hacia el relativismo social requería de una teoría mosófica general, que fue proporcionada por el incisivo pensamiento de Charles Sanders Peirce (1839—1914), genio excéntrico y pro­fesor de la Universidad de Harvard. Peirce concentró su atención en el “acto”, o sea en las acciones o medios a través de los cuales los hombres consiguen sus propósitos. Desarrolló sus ideas en una tremenda obra que por desgracia sólo, logró recopilarse y publicarse póstumamente. También su filosofía es com­pleja, pero en líneas generales sostiene que el conocimiento sólo puede ser acerca de las consecuencias de las acciones. Para 1878 había formulado sus elaboraciones futuras en un dicho interesante, expresado con cierta tersura:

Considérese qué efectos, que puedan tener concebiblemente trascen­dencia práctica, concebimos que tiene el objeto de nuestra concep­ción. Entonces, nuestra concepción de esos efectos es el todo de nuestra concepción del objeto.[1]

De inmediato, queda excluida la metafísica, y el conocimiento se ve solamente como conocimiento de efectos; la verdad es simplemente la obser­vación de las consecuencias del actuar. A pesar de la reacción creciente contra las doctrinas clásicas, los títulos de las disciplinas que iban apareciendo se continuaban tomando del griego, y así como la palabra psicología, salió de Psyjé, mente, y lógos, estudio, de igual manera Peirce tomó del griego la palabra pragma que significaba acción o acto y nos dio el nuevo concepto de pragmatismo. El pragmatismo se convirtió en la moda del pensamiento radical de la época y se puede ver en los primeros escritos de Dewey, cuando residía en Chicago, en los que se dedicó a aquellas cosas muertas y remotas que pasaban por conocimiento. Ahora Dewey se interesó por la educación y la institución de la escuela porque creía que la filosofía, en esencia, es “la teoría genera­lizada de la educación”.[2] Y de esa manera, siguiendo su aceptación creciente del pragmatismo, vio que si tal criterio se aplicaba a la actividad escolar, gran parte de esta última se llegaría a considerar en menos que insignificante; era positivamente deseducativa, en el sentido más profundo del término.

¿Qué, de hecho, ocurría en la mayor parte de las escuelas hacia finales del siglo XIX? Obviamente es una pregunta que requiere una respuesta muy plena y compleja, pero por lo general las características principales están claras. No obstante las ideas de Rousseau y sus seguidores, el modelo tradicional seguía siendo dominante. La educación, en buena parte, se concebía como el proceso de la instrucción formal primordialmente en los elementos relacionados con las letras y con las habilidades vocacionales respectivas y secundariamente como adquisición de una amplia gama de conocimientos. Muchos de los reforma­dores e innovadores en educación ejercían una influencia moderada en casos particulares, pero el cuadro general era, a pesar de todo, muy uniforme. El reavivamiento clásico dominaba las metas educativas, hasta el grado de que, más allá del nivel de socialización, se consideraba que llevaban al logro de la virtud, en el concepto clásico, inmutado desde la areté de Platón y Aristóteles y la virtus de Cicerón y Quintiliano. El cometido de la escuela era iniciar al niño en la cultura de la civilización, pues a medida que la mente se disci­plinaba se formaba el carácter ético, como lo había defendido convincen­temente Johann Friedrich Herbart (1776—1841). Todo esto provenía de la creencia de que el conocimiento era un corpus bien ordenado de informa­ciones, organizado en disciplinas básicas, como la literatura, el lenguaje, la   historia, la geografía, las matemáticas y así sucesivamente, cuerpo que, según se sostenía, poseía una existencia independiente. El paradigma más usual sobre lo que era la mente, era la idea aristotélica de la Tábula rasa o pizarra en blanco, que tenía una capacidad latente de recibir y ordenar el conocimiento (Aristóteles la denominó “facultad innata de discernimiento”).[3] De igual manera se creía en el siglo XIX que la mente poseía capacidades específicas o “facultades”, como la memoria, la voluntad, la perseverancia (algunas listas son inmensamente largas), que se podían fortalecer mediante el ejercicio; de manera especial el ejercicio verbal. El concepto del ejercicio de las facultades, conocido como disciplina formal, guiaba gran parte de las actividades docentes.

La tarea del maestro se sabía muy bien: tenía la responsabilidad de organizar el conocimiento de una manera estructurada, empleando por lo general tales principios de ordenamiento como el paso de lo simple a lo complejo, de lo conocido a lo desconocido, comunicándoselo a los alumnos, sea oralmente, por escrito en la pizarra, o haciendo que leyeran en libros o en mapas. Los alumnos debían aprender de memoria esa información, y por lo mismo se empleaba el coro y otras técnicas mnemónicas, pensándose que con el tiempo la mente se organizaría como era conveniente conforme al para­digma paralelo de la objetividad ordenada del mundo exterior. En fin, el propósito de la enseñanza era lograr una pauta verbal y simbólica del conoci­miento en la mente supuestamente receptiva del niño. Sin embargo, siempre había un problema que presentaban los propios alumnos. Ese método de enseñanza, de manera especial porque eran comunes las clases numerosas, significaba que los niños debían quedarse sentados quietamente para poder captar las palabras del maestro. Se premiaba la pasividad; como se decía con ingenio en lengua inglesa las escuelas eran “sit—stilleries”[4] por lo que el maestro tenía un cometido más, que era el de mantener el orden. De todas formas, como los niños seguían charlando, meneándose y distrayéndose, en la escuela de aquella época había pláticas complementarias de premios y castigos, que de ordinario se conocían bajo la noción general de disciplina. En la opinión de aquel entonces, la buena enseñanza debía hacer que el niño adoptara una actitud positiva, por lo que la “motivación” se convirtió en una actividad pedagógica importante, entendíase por ésta que el maestro suscitara en el niño el interés por la materia que se debía aprender. Se otorgaban premios, siempre exteriores a la tarea, cuando ésta se llevaba a cabo satisfac­toriamente, y esta práctica se institucionalizó en una de las grandes paradojas: las recompensas con frecuencia asumían la forma de una exención de trabajo ulterior, hasta el grado de que se permitía al niño abandonar la escuela antes de que sonara la campana. Los castigados operaban a la inversa, y así cuando no se lograba aprender, generalmente se acrecentaba la carga laboral que el niño no había logrado concluir, o se recurría a la azotaína o a la vara. Esos procedimientos, al propio tiempo, se creía que estructuraban el carácter moral y conducían al cultivo de la virtud.

Dewey reaccionó vigorosamente contra tal práctica general. No estaba solo, desde luego, aunque nunca fulminó con la intensidad de Joseph Rice, crítico contemporáneo de las escuelas, cuyos amargos denuestos estimularon una ola de reformas. La reacción de Dewey, que era característica de él, se encauzó en una argumentación, construida filosóficamente de una manera resuelta. El mal de la educación a principios del siglo XX, sostenía, era casi su total insignificancia: era una preparación de esclavos. Las metas de la virtud y del carácter moral se imponían desde arriba a partir de una metafísica dudosa, quizá vacía; el plan de estudios era un conjunto abrumador de conocimientos y un corpus en el peor sentido posible: o sea, del todo inanimado. La entera psicología del niño como ser humano integral estaba violada; mente y cuerpo estaban separados, como abstracciones, suprimido este último violentamente si era necesario. Todo estaba encauzado a que la mente “empollara” vastas cantidades de fórmulas verbales en su mayoría, disfrazadas de conocimiento, vacías de contenido real e impuestas por un maestro necesariamente autorita­rio; todo aparte de cualquier contexto experimental en el que un principio se hubieran originado. La educación tradicional, según aseveró una y otra vez, era autoritaria; se fundaba en que el alumno necesariamente tenía que depender de la mente y voluntad de otro. Bajo tales circunstancias ¿cómo podían los jóvenes convertirse en miembros participantes y constructivos de una democra­cia cuyas metas eran ampliar las potencialidades de buena vida para todo el mundo? Dewey proporcionó una respuesta que entusiasmó primero a Norte­américa y luego a gran parte del mundo occidental. Todo el concepto y práctica de la educación, afirmó, debía cambiar radicalmente.

Fue este plan de reforma lo que constituye la reforma más significativa de Dewey, y es la que se plantea con detalle en su primer gran escrito educativo, Democracia y educación, publicado en 1916. Sostenía que toda la educación debía ser científica en el sentido riguroso de la palabra. La escuela debía convertirse en un laboratorio social donde los niños aprendieran a someter la tradición recibida a pruebas pragmáticas de la verdad; el conocimiento acumu­lado por la sociedad debería verse operar de manera palpable. Y además éste debía ser un proceso continuado: la escuela' debía desarrollar en el niño la competencia necesaria para resolver los problemas actuales y comprobar los planes de acción del futuro de acuerdo con un método experimental. Ese libro, donde se planteó esa doctrina revolucionaria, se convirtió de inmediato en el centro de interés educativo en todo Norteamérica y estimuló una discusión tremenda y algunas reacciones acerbas. Prosiguó siendo un libro influyente durante los decenios que siguieron y actualmente se sigue imprimiendo.

La base de la teoría educativa de Dewey no es metafísica en el sentido tradicional, sino que más bien comienza su tesis desde un punto de partida antropológico y psicológico. La vida, afirma, busca su propia razón de ser, que el hombre se procura mediante la sociedad organizada. La educación es fundamental en ese proceso porque permite que el individuo mantenga su propia continuidad, aprendiendo las técnicas de supervivencia y de desarrollo a partir de la experiencia acumulada por su grupo. A medida que la vida se vuelve más compleja, la educación también se transforma en algo más “for­mal” que “intencional” y en gran parte está dirigido a lograr que el joven acabe aceptando la moralidad de su sociedad. En este punto, dos son las sendas posibles: o bien ver que esa moralidad —en el sentido pleno de modo de ser de la sociedad— es algo cerrado, fijo e inmutable, o considerada como abierta, tentativa y sujeta a revisión, a la luz de la continuada experiencia social. Sólo este último camino debería ser el admitido en una democracia, porque tal sistema se basa por definición en las presuposiciones del valor inalienable y de la dignidad por igual en todas las personas. De tal suposición siguen importantes implicaciones educativas. El niño, cuya característica dominante es la plasticidad, ha de mantenerse en esa tesitura; debe ser animado a que siga esta proclividad “natural” a buscar, inquirir, explorar y sumergirse en el ambiente y aprender de la experiencia. Esto conduce, según Dewey, a un crecimiento, entendiendo por ese concepto fundamental la noción de la forma más deseable de comportamiento humano, que es la disposición de reaccionar siempre a las nuevas situaciones con interés, flexibilidad y curiosidad. El hombre ha de buscar siempre responder creativamente. Lo contrario es responder con una solución dada, un prejuicio, donde se impone una actitud estática, ya mantenida, una creencia, sobre la nueva situación. Este último enfoque, aseveraba, era exactamente el propugna­do por las escuelas: cerraban los ojos del niño imponiéndole opiniones deter­minadas acerca del mundo y soluciones previamente desarrolladas. Esta, es claro, era su objeción al tipo de escolaridad arriba descrito que predominaba en el siglo XIX. En ese esquema, a los niños se les enseñaba en virtud de un plan de estudios preordenado, obligándoseles a ver el mundo de una manera fija, acabada y ordenada. Su único logro posible era ver cuánto podían memorizar de todo ello.

¿Cómo, pues, reconcilió Dewey los dos conceptos de la prioridad de la continuidad social con la necesidad de la flexibilidad del individuo? Princi­palmente arguyendo que la experiencia colectiva de una sociedad democrática debía verse como una fuente para resolver problemas futuros. De esa manera vio la historia y toda la enseñanza organizada como “asignaturas”, taxonomía de soluciones previas. Así, el niño debía aproximarse a las asignaturas como a conjuntos de material que mantenían nexos posibles con la acción futura; eran materias que no se debían reverenciar y aprender de memoria por ser lo que eran. Gran parte de la enseñanza escolar era puramente verbal, de manera que los niños memorizaban las cosas sin saber lo que decían. Dewey reconoció que la asignatura tenía la posibilidad, si se usaba adecuadamente, de ampliar el significado de nuestra experiencia, pero a menudo no era más que una forma árida y machacona de recitación enciclopédica, que por lo general no tenía relevancia para las experiencias reales de la vida del individuo. Actividad es uno de los términos clave de Dewey; es la característica humana dominante. El hombre actúa constantemente para mantener la conti­nuidad de la vida, porque la constancia de la continuidad, y por tanto la supervivencia, son parte del orden de la naturaleza. Dewey consideró la vida como una secuencia continua de retos, punto de vista que se encarecía más en la época en que le tocó vivir. La ciencia, la tecnología y la industria estaban brotando, y las verdades de ayer iban siendo sobreseídas rápidamente por los adelantos de la investigación experimental. Dewey fue claro en su aceptación de la industria; hemos de procurar la máquina porque es el instrumento por medio del cual la gente puede quedar liberada de las ocupaciones rutinarias esclavizantes y puede disfrutar de una vida de actividad creativa y bien determinada. De aquí derivó otra de sus grandes ideas educativas: la educación debía estar en consonancia con la sociedad, la que en ese tiempo era una democracia industrial en desarrollo. La educación en sí debía ser un proceso democrático de actividad conjunta, guiada por la forma más excelsa de resolución de problemas jamás ideada: el método científico. Así, ya en los años de Chicago, Dewey concebía la escuela como un laboratorio, no como una destilería, y e! aprendizaje como experimentación y búsqueda de lo desconocido, no como una absorción pasiva de “hechos” exteriores. Desator­nilló los pupitres del suelo, y en su vez puso bancos de laboratorio; desapare­ció la mesa del maestro y se permitió a los niños que se levantaran, que se movieran y hablaran, al tiempo que estudiaban asuntos relacionados con la vida. Con el paso de los años fue apareciendo una tremenda literatura sobre el aprendizaje “activo”, junto con un método afín, el “proyectivo”.

La perspectiva experimental es esencial para dar soluciones constructivas, y Dewey fue de sus iniciadores en el pensamiento educativo. ¿Cuándo pensa­mos realmente? se preguntaba, y su respuesta estuvo pronta: cuando se nos desafía. Y los retos, com  vo ya se ha señalado, son parte de nuestra vida. Así vino su siguiente pregunta: ¿cómo pensamos? Y esa respuesta, en este caso, ofrecía dos alternativas: aceptando las opiniones ajenas, o bien participando nosotros mismos en un proceso de investigación crítica. El primer enfoque no es propiamente pensamiento y es característico del esclavo: el hombre demo­crático debe alcanzar soluciones genuinas. Así, siguiendo lo que creía que era el método científico, Dewey planteó una secuencia de cinco estadios del acto completo del pensamiento. Pensamos, en el sentido pleno de la palabra, cuando nos vemos retados por un problema que nos estimula a buscarle una solución. El paso siguiente es recoger datos; inquirir las condiciones que causan el problema. Luego pensamos una secuencia ordenada de etapas hacia una solución, o en palabras de científico, construimos una hipótesis y posterior­mente la comprobamos con la aplicación, la cual, en caso de que rinda una confirmación, resuelve el problema. Si la hipótesis no se confirma, entonces volvemos a los datos y empleamos la hipótesis fallida como un elemento más, a la par que tratamos de estructurar una nueva hipótesis tomando en cuenta nuestra experiencia anterior, y procedemos como antes. La verdadera ciencia del laboratorio con frecuencia debe reconstruir hipótesis muchas veces antes de que lleguen las soluciones finales, y lo mismo vale decir de la vida humana en general. Dewey se opuso siempre tanto al dualismo de la metafísica tradicional (mente-cuerpo, sujeto-objeto, ser-devenir, etc.) como a la tendencia constante de dar sustancia a las abstracciones. Por lo mismo criticó conceptos tales como mente, inteligencia, interés, atención y disciplinas en las discusiones educativas. En efecto, fue la creencia de que esos y otros muchos términos tienen una existencia sustantiva la que, en su opinión, había conducido a las malas características de la educación tradicional. No poseemos una “mente” que fuera una entidad separada contenida en sí; participamos siempre como perso­nas que reaccionan de una manera total. No hay facultades abstractas de inteligencia, interés, atención y disciplina; por el contrario, cuando operamos en busca de solución científica a los problemas actuamos inteligentemente y en tal actuación nos comprometemos (o “interesamos”, del latín inter est, o sea, estar entre el que actúa y la actividad), atendemos y controlamos nuestra conducta. Por lo mismo, Dewey creía que si las escuelas basaran sus activida­des en la investigación científica desaparecería una buena cantidad de obliga­ción y coerción, y se harían innecesarias, más bien redundantes, prácticas falsas tales como la motivación. Y esto, a su vez conduciría a la desaparición de uno de los máximos enemigos de la democracia, el dualismo, heredado de los griegos, de ocio y trabajo. No hay nada que intrínsecamente sea liberal o aliberal: todo aquello que contribuye a la solución de los problemas es potencialmente liberador, y no es exclusivo de ninguna clase especial de estudios. Por el contrario, todo aquello que impida la actividad creativa, como ocurre con gran parte del plan de estudios tradicional de las humanidades, es potencialmente aliberal.

¿Cómo, pues, adquiere el individuo su moralidad? ¿Cómo llega a desarro­llar un conjunto de valores propios? Una vez más, Dewey encontró la respuesta en su teoría científica y democrática. Su rechazo de un sistema axiológico externo impuesto desde arriba, como el que invocan las metafísicas tradicionales fue la causa de mucha de la oposición que le presentó la Iglesia. Dewey sostenía 'que la moralidad se aprende dentro de un contexto social observando las reglas correspondientes, y esas reglas en su teoría emergen de una experiencia conjunta y compartida. Así, el maestro es a la vez un alumno cooperativo, pero mayor y más sensato. Su cometido consiste en auxiliar al niño a aprender los valores de la participación democrática, no impartiendo información sino inquiriendo las situaciones problemáticas. Así, pues, en una sociedad auténticamente democrática, la educación debería quedar controlada por el Estado y todo el mundo debería acudir a la escuela, independientemente de su sexo, religión, destreza o clase social. Cualquier otro sistema es divisivo e inculca principios antidemocráticos; por lo mismo carece de función educativa genuina e inhibe el aprendizaje de los valores democráticos más amplios. Los valores no siempre quedan definidos tan ampliamente, y Dewey se dio cuenta del hecho de que el término de “valores” al igual que muchos otros que empleamos es una abstracción. En la práctica sólo está el acto de valorar, y éste se realiza mediante el método científico. Aprendemos cuando, enfrentados a la necesidad de escoger entre diversas posibilidades de acción, nos dedicamos a construir hipótesis que, por definición, anticipan las conse­cuencias de determinado modo de actuar. El proceso de formar hipótesis sanas presupone el juicio, puesto que un acto completo de cogitación compor­ta anticipar las consecuencias para los demás, para la comunidad en general, y para el ambiente tanto como para nosotros mismos. No quiere esto decir que toda hipótesis logre tal objetivo en todos los casos; si pudiéramos, afirmó Dewey, viviríamos en un mundo acabado. Debemos aceptar el hecho de que podemos fracasar y de que nuestras hipótesis pueden ser imperfectas; debemos aceptar siempre las limitaciones a nuestra visión, lo mismo que la realidad de que la solución a los problemas, incluso cuando llega a funcionar y por lo tanto corresponde a la prueba pragmática de la verdad quizá sólo sea parcial. Es decir, que estamos dispuestos a cometer errores. Pero para garantizar y mantener la democracia no podemos ser negligentes. Siempre debemos estar alerta respecto de la naturaleza tentativa de nuestras conclusiones y de las limitaciones de nuestro entendimiento. La genuina moralidad proviene siempre de buscar continuamente el ser flexibles, estar alerta y creativamente prepara­dos ante los nuevos desafíos; trasmitir esta cualidad a los más jóvenes es el propósito más excelso que se puede dar a la educación.

BIBLIOGRAFIA SELECTA

Dewey escribió gran cantidad de libros, cuyos títulos más importantes en materia educativa son los siguientes, en orden cronológico:

  • The School and Society, Chicago University Press, Chicago, 1899: 2da ed. 1915.
  • The Child and the Curriculum, Chicago University Press, Chicago, 1902; reimpreso en un solo volumen con The School and Society, por Chicago University Press (Phoenix Boods), 1956.
  • How we think, D. C. Heath, Boston, 19lo; edición corregida, 1933.
  • Democracy and Education, Macmillan, Nueva York, 1916.
  • Experience and Education, Kappa Delta Pi Lectures, Lafayette (Indiana), 1938; publicado por Macmillan (Collier Books), Nueva York, 1963.
  • Las obras completas de Dewey se citan en John Dewey: A Centennial Biography, a cargo de M. H. Thomas, University of Chicago Press, Chicago, 1962.


[1]      C. HARTSHORNE y P. WEISS (a su cargo), Collected Papers of Charles Sanders Peirce. Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1960, vols 5-6, p. l.
[2]      J. DEWEY, Democracy and Education, Macmillan, Nueva York, 1916, p. 387.
[3]      ARISTOTELES, Analítica posterior, Libro II, cap. 19 (ver p. 92 de este libro).
[4]      Juego de palabras sobre la palabra destilería y sit sentarse y still quedarse quieto.

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