lunes, 19 de septiembre de 2011

VIII. FILOSOFÍA Y CULTURA EN EL MUNDO HELENÍSTICO-ROMANO

  CARACTERES DE LA CIVILIZACIÓN HELENÍSTICA


La civilización helenística nace con el propagarse de la cultura griega por toda la cuenca oriental del Mediterráneo y muchos países contiguos (hasta la India), como consecuencia de las conquistas de Alejandro Magno y de la política de conciliación y fusión parcial con los pueblos subyugados puesta en práctica por el mismo Alejandro pero sobre todo por las diversas dinastías greco-macedónicas que se repartieron su inmenso imperio. Sin embargo, aun­que más o menos adaptada a las nuevas exigencias la cultura helenística es una cultura griega y no una mezcolanza de culturas diversas; pero si esto es así no lo es por imposición, sino por virtud de la manifiesta superioridad intelec­tual y artística de la primera sobre las segundas. Difícilmente la cultura griega clásica hubiera podido dar mejor prueba de sí. Pero su inagotable vitalidad se hace patente con igual si no mayor evidencia por el hecho de que al poco tiempo no sólo sobrevive a la conquista romana, sino que logra informar de sí al mundo romano mismo, hasta el punto de que es posible hablar de una civilización helenístico-romana como de una unidad sustancial, bien que ar­ticulada y enriquecida por valores específicamente latinos (que examinare­mos por separado en el siguiente capítulo).

Sin embargo, no se puede dejar de observar que, bajo un cierto aspecto importante, la civilización helenística parece representar una total desnatura­lización de la cultura propiamente helénica. Desde luego en lo esencial era ésta una civilización de la polis, y en el periodo helenístico la polis ha dejado de existir como realidad autónoma. En efecto, salvo los breves periodos en que las diversas alianzas de ciudades griegas trataron de aprovechar la dis­cordia entre Macedonia y Roma, las antiguas formas de libertad política son un recuerdo del pasado y la vida democrática local se reduce, cuando sub­siste, a modestas funciones de administración municipal.

Si la cultura griega sobrevive con tanta pujanza a su matriz natural, ello se debe a que los valores de la libertad, —en cuanto valores de comunica­ción humana, de curiosidad y agilidad intelectual, de autonomía espiritual del individuo— son universales, y en consecuencia trascienden las situaciones específicas que hicieron posible su afirmación inicial. Por otra parte, es de reconocer que el ocaso de la polis como punto de referencia de los valores, explica gran parte de las características más salientes de la cultura helenística, que se pueden resumir como sigue:

1)       Cosmopolitismo: la cultura se considera independiente de la estirpe, el sabio tiende a considerarse ciudadano del mundo, más bien que de esta o aquella polis natal. La vida inestable y agitada de las monarquías helenís­ticas impide la formación de un sentimiento nacional de tipo nuevo. Por último, habiéndose realizado la unificación bajo el poder de Roma, el mismo carácter universalista del nuevo imperio favorece ulteriormente un modo de sentir cosmopolita.
2)       Carácter erudito y especialístico: venida a menos la matriz natural de la cultura griega, la polis, también la creatividad artística se estanca notable­mente, a resultas de lo cual el literato tiende más y más a convertirse en minucioso exégeta, en sistematizador del patrimonio artístico del pasado, y deja de ser un creador de obras nuevas. Por otra parte, el rápido acreci­miento de la cultura por efecto de los nuevos conocimientos, sobre todo en el campo de las ciencias, adquiridos merced al contacto íntimo con otras grandes civilizaciones del pasado, plantea la exigencia de la especialización, de tal forma que acaba por afirmarse un nuevo tipo de científico que cultiva una sola dis­ciplina (matemática, astronomía, geografía, medicina, etc.) con gran pericia y no pretende ser enciclopédico ni se preocupa gran cosa por la filosofía. En el terreno literario, la gramática se cultiva también como una ciencia precisa v minuciosa dando nacimiento a la filología.
3)       Predominio de las exigencias ético-religiosas en la filosofía: la filo­sofía, después de haber asumido un carácter sistemático por influjo de Aris­tóteles (mediante la tripartición en lógica, física y ética) deja cada vez más a las diversas ciencias naturales el especular sobre los problemas de la rea­lidad natural y acentúa su interés por las cuestiones éticas y religiosas, refle­jando así una tendencia universal. En efecto, junto con la polis había decli­nado también la forma de religiosidad pública conexa a los valores políticos de la comunidad y, por consiguiente, los problemas religiosos y morales más conectados con el destino individual del hombre pasan a un primer plano.



El primer periodo de la civilización helenístico-romana se denomina en general periodo alejandrino, dado que Alejandría se convierte en uno de los centros más importantes de la cultura, especialmente científica y literaria. Pero el principal centro filosófico sigue siendo Atenas, donde junto a la escuela platónica (Academia) y a la escuela aristotélica (Liceo) surgen, hacia fines del siglo IV, dos escuelas nuevas: la estoica, así llamada por el “Pórtico pintado” (poikile stoá) donde estaba situada, y la epicúrea (del nombre de su funda­dor, Epicuro de Samos) llamada también “Escuela del jardín” por la sede que tenía. Hay, además, otra corriente característica del periodo helenístico, el escepticismo, que en un principio estuvo ligada a Grecia, sobre todo a Atenas. Pero en lo sucesivo todos estos movimientos filosóficos y otros más se desarrolla­rán o surgirán en otras partes de la gran comunidad helenístico-romana, aunque Atenas sigue siendo la sede de las escuelas más importantes, más aún, según la expresión que se difundió más tarde, de la “escuela de Atenas”, que el emperador Justiniano mandó cerrar en el año 529 para herir en el mismo corazón la ya debilitada cultura pagana.

El fin que perseguían gran parte de las filosofías helenísticas era en lo sustancial idéntico: garantizar al hombre la tranquilidad del espíritu. Pero las vías que señalaban para ello eran diversas.

42.  EL ESTOICISMO

Fundador de esta escuela fue Zenón de Citium, Chipre (336-264 a. C.) cuya obra fue continuada por Cleates de Assos (304-223 a. c.) y por Crisipo de Soli, Cilicia (281-208 a. C.). De los escritos de estos y otros maestros sólo quedan frag­mentos. Los estoicos dividían la filosofía en tres disciplinas fundamentales que correspondían a las tres virtudes necesarias para alcanzar la felicidad, a saber, la racional, la natural y la moral. Por tanto, esas tres disciplinas eran la lógica, la física y la ética.

El término lógica, que los estoicos fueron los primeros en emplear, designa la ciencia que tiene por objeto los logoi o discursos. Pero como los discursos pueden ser discursos internos, que son los pensamientos, o discursos externos, que son las palabras, la lógica será dialéctica o retórica. El objetivo funda­mental de la lógica es encontrar un criterio de la verdad, pues sólo mediante ese criterio puede sustraerse el hombre al error y dirigir la acción con el pensamiento. Los estoicos reconocieron este criterio en la representación ca­taléptica o comprensiva, es decir, consideraron que era verdadero todo conoci­miento a tal punto evidente que no se pudiera negar y tuviera que asumir se como el acto mediante el cual el objeto es captado por el intelecto o por el cual el objeto se manifiesta al intelecto.

Para los estoicos todos los conocimientos, catalépticos o no, se derivan de los sentidos. El alma es una tabla en blanco (tabula rasa) sobre la cual se inscriben los signos producidos por las cosas. Con el acumularse de estos sig­nos se forman, mediante un procedimiento natural, conocimientos universales o conceptos, que los estoicos denominaron anticipaciones, en cuanto sirven para anticipar la futura experiencia sensorial. Por ejemplo, al acumularse en nues­tra alma los signos de los objetos que denominamos árbol o caballo se nos forma el concepto de árbol o de caballo que nos permite reconocer en el futuro los objetos correspondientes. Sin embargo, los conceptos existen sola­mente en el alma, puesto que la realidad es siempre individual. En este sentido los estoicos son empíricos y no aceptan ni las ideas platónicas ni las formas aristotélicas.

En la física, los estoicos distinguen dos principios: lo activo y lo pasivo, ambos materiales e inseparables. El principio pasivo es la materia, una sus­tancia desprovista de toda cualidad. El principio activo es la razón o Dios que actúa sobre la materia, la mueve, la anima y la forma produciendo todas las cosas que componen el mundo. Esta identificación de la divinidad con la fuerza inmanente del mundo hace de la doctrina estoica un riguroso pan­teísmo. Los estoicos identifican a Dios con el fuego; pero en el fuego ven no ya un elemento como los otros, sino, inspirados por Heráclito, el principio vital que vivifica y anima a los elementos que él mismo genera.

La vida del mundo, que en su totalidad es un gran animal, se desenvuelve (como la vida de cualquier otro animal) según un ciclo. El mundo nace, crece, envejece y perece para volver a nacer; el tiempo al cabo del cual termina su vida es el gran año. Al terminar el gran año una conflagración universal destruye todo en el fuego primigenio pero luego el mundo vuelve a rehacerse con el mismo orden y la misma serie de acontecimientos.

El orden del mundo no padece mudanza porque habiendo sido establecido por Dios, es un orden perfecto y por lo tanto debe repetirse idéntico en sus realizaciones sucesivas. Dada la perfección del orden cósmico en el mundo el mal no existe y lo que llamamos mal (injusticia, error, etc.) no es otra cosa que la condición del bien. El alma humana es una partícula del alma cósmica o pneuma universal con la que va a unirse al morir el cuerpo.

En la ética, la máxima fundamental de los estoicos es: “Vive de acuerdo con la naturaleza”. La vida de acuerdo con la naturaleza es la vida conforme al perfecto orden del cosmos, es decir, la vida del sabio que conoce la per­fección de ese orden y se conforma a él en todo y por todo. La virtud con­siste cabalmente en esta conformidad al orden cósmico y sólo en ella reside la felicidad. En efecto, sólo ella nos permite permanecer indiferentes ante las vicisitudes de la vida y conservar la apatía, o sea, la impasibilidad.

Para el sabio que ha alcanzado la apatía el solo bien es la virtud y no son bienes, por el contrario, los que los hombres consideran tales: la vida, la salud, el placer, la belleza, etc.; así como tampoco son males sus contrarios, porque ni los unos ni los otros influyen sobre la virtud. La apatía es el fin supremo de la ética estoica. Excluye y condena toda pasión y la considera como una enfermedad que debe extirparse y que se puede extirpar si se cancela la falsa opinión —que la genera— sobre lo que es bueno o malo. Quien no ha alcanzado la apatía, quien no es sabio, es necio o loco, sin términos medios.

En sustancia, la filosofía estoica tiende a aislar al filósofo del mundo y de la vida, a volverlo impasible ante los sucesos exteriores y a sacrificar toda exigencia o necesidad al ideal de esta impasibilidad. Sin embargo, este ideal tuvo, por lo menos en política, un aspecto positivo, por haber conferido dignidad filosófica y cultural al cosmopolitismo. El hombre que se conforma a la naturaleza no tiene patria, es ciudadano del mundo. La razón hace de todos los hombres una sola comunidad, frente a la cual los diversos Estados carecen de importancia, pues se trata de una comunidad sin más ley que la razón divina que gobierna todas las cosas. Sin embargo, esta razón se mani­fiesta también en leyes naturales de justicia que regulan las relaciones entre los hombres, de modo que el estoico no desdeña los puestos políticos con tal de que pueda por medio de ellos asegurar el triunfo de la justicia. Sobre la base de esta concepción de los derechos naturales de que cada uno debe poder gozar, los estoicos llegan a una explícita condena de la esclavitud.

43.  EL EPICUREÍSMO

Fundador de la escuela y autor de la doctrina epicúrea fue Epicuro de Sarnas (341-271 a. c.), que enseñó primero en Mitilene y Lámpsaco, y luego en Ate­nas, donde habitó desde 307 hasta su muerte. Epicuro fue autor de unos 300 escritos, de los que nos han llegado sólo algunos fragmentos. Exigía de sus secuaces la más estricta observancia de sus enseñanzas y a esa observancia se mantuvo fiel la escuela por todo el tiempo que duró, que fue larguísimo (hasta el siglo IV d. C.). Los discípulos veneraban a Epicuro casi como a una divinidad y se esforzaban por ajustar a su ejemplo la propia conducta. En Roma, Tito Lucrecio Caro (96-55 a. C.) nos ha dado en su poema De rerum natura una exposición bastante fiel del epicureísmo.

Para Epicuro, la filosofía es la senda que lleva a la felicidad, que consiste en liberarse de las pasiones. Se divide en tres partes: la canónica o lógica, la física y la ética.

La lógica era denominada canónica en cuanto tenía como función esencial proporcionar un criterio de verdad o canon, es decir, una regla o medida para orientar al hombre hacia la felicidad. Como la estoica la lógica epicúrea es sensualista y se funda en la física atomística, o lo que es más, puede decirse que es parte de esta física. El criterio o canon de verdad es la sensación. En efecto, la sensación es siempre verdadera porque es producida directamente por el objeto. Es generada por el flujo de átomos ligerísimos que se des­prenden de la superficie de las cosas y van a herir al alma. Las sensaciones repetidas y conservadas en la memoria forman las representaciones generales o conceptos que Epicuro, al igual que los estoicos, llamó anticipaciones. La anticipación es el segundo criterio de verdad y sirve para prever las experien­cias futuras. Por ejemplo, el concepto de hombre como animal racional sirve para prever que también los hombres que se percibirán en el futuro serán animales racionales. El error no está en las sensaciones y las anticipaciones sino en las opiniones que el hombre formula a propósito de ellas. La opinión sólo es verdadera si la confirma, o por lo menos no la contradice, el testi­monio de los sentidos. La razón extiende el conocimiento incluso a las cosas que no se perciben con los sentidos; sin embargo, debe proceder en la más estricta armonía con éstos.

La jfsica de Epicuro se propone liberar al hombre del temor de hallarse a merced de fuerzas desconocidas, misteriosas y arcanas, y pretende, por tanto, dar una explicación puramente mecánica del mundo. A tal fin, Epicuro adopta con escasas e insignificantes modificaciones la física de Demócrito, merced a lo cual excluye del origen y marcha del mundo todo designio providencia], cuestión sobre la que los epicúreos polemizan ásperamente con los estoicos. Epicuro sustituye la necesidad racional de los estoicos por la necesidad mecánica debida al orden y movimiento de los átomos. Los mundos son infinitos y están sujetos a nacimiento y muerte. Nacen por la caída de los átomos en el vacío y, a este propósito, Epicuro, al observar que los cuerpos caen en línea recta y con igual velocidad, de tal forma que no podrían chocar unos con otros, admite una desviación casual de los átomos de modo que, al apartarse de su trayectoria rectilínea, provocan choques y vórtices que dan origen a los mundos. La desviación de los átomos es el único acontecimiento natural que no está sometido a necesidad. Lucrecio, quien la denomina clinamen, dice que “rompe las leyes del hado”. Es pro­bable que existan los dioses, puesto que poseemos sus imágenes; pero viven en su beatitud y no se ocupan de nada, tanto menos de los hombres, y se están en los intermundos, es decir en los espacios que separan un mundo del otro. El alma humana, como todas las cosas, compuesta de átomos, si bien más sutiles que los otros y semejantes a los de las sensaciones, se disuelve al sobrevenir la muerte más allá de la cual no existe, por lo tanto, ni placer ni dolor. Esto, según Epicuro, elimina el temor a la muerte.

La ética de Epicuro (inspirada en general en la de los cirenaicos) hace del placer el principio y el fin de la vida feliz. Pero el placer de Epicuro es el placer estable que consiste en la simple privación del dolor, no el placer en movimiento que consiste en la alegría y el júbilo. Por tanto, el máximo placer es la aponla, o total ausencia de dolor, y la ataraxia, o au­sencia de toda turbación. Un tal placer sólo puede alcanzarse limitando las necesidades. Epicuro distingue entre necesidades naturales y necesidades inútiles, y dentro de las naturales las necesarias y las que no lo son. Las necesidades naturales son imprescindibles cuando se requieren para alcanzar la felicidad o la salud corporal o para la vida misma. Sólo éstas se deben satisfacer, las otras deben eliminarse. En saber elegir y limitar las necesidades consiste la sabiduría que es, por tanto, la cosa más necesaria para la vida y más preciosa que la misma filosofía. Aunque Epicuro no reconoce más placeres que los sensibles y reduce el placer mismo a la espera del placer sensible, no se puede considerar su ética como un hedonismo vulgar. En primer término, la actitud del hombre ante el placer debe ser, como hemos visto, limitativa y negativa. En segundo lugar, Epicuro admite que la vida feliz incluya la amistad; más aún, exalta este vínculo por sobre todas las cosas. A la amistad permanece extraño quien busca en ella sólo el provecho o quien de ella elimina totalmente el provecho: el primero considera a la amistad como un intercambio de ventajas; el segundo destruye la esperanza de ayuda que juega una parte tan importante en ese sentimiento. Cuanto a la vida política, Epicuro, a diferencia de los estoicos, la desaconseja: “Vive apartado” es una de sus máximas fundamentales.

En sustancia, la filosofía de Epicuro acepta la concepción mecánica del mundo elaborada por Demócrito no por las supuestas ventajas científicas de ésta, sino porque, a su juicio, corta de raíz opiniones, creencias y prejuicios que puedan ser fuente de turbación y preocupaciones para el hombre. Explicar científicamente los fenómenos no le interesa sino en vista de este fin. A ello se debe que la escuela epicúrea, no obstante haberse fundado sobre una doc­trina destinada a prestar a la ciencia señalados servicios, no haya contribuido w modo alguno al desarrollo de la ciencia misma.

4.  EL ESCEPTICISMO

El escepticismo no es una escuela, sino más bien la tendencia seguida en la edad helenístico-romana por tres escuelas diversas:

1)       La escuela de Pirrón de Elis, en la época de Alejandro Magno;
2)       La media y nueva Academia;
3)       Los escépticos posteriores, empezando por Enesidemo, que abogan por una vuelta al pirronismo. Pirrón de Elis participó en la campaña de Alejandro Magno en Oriente. Fundó una escuela que le sobrevivió muy poco tiempo. Vivió pobremente y murió muy viejo hacia 270 a. C. No escribió nada. Su discípulo, Timón de Flío (320-230 a. C.), expuso y defendió su doctrina con sus silloi (versos satíricos).

Según Pirrón, las cosas son verdaderas o falsas, hermosas o feas, buenas o malas, no por sí mismas sino por convención, es decir, son los hábitos, las costumbres, las decisiones de los hombres los que las hacen aparecer como tales. Si se prescinde de esas convenciones no es posible ninguna valoración, puesto que la realidad es inasible para el hombre. Por tanto, si se atiende a la verdad y no a la convención no es posible afirmar de una cosa ni que es verdadera ni que es falsa, ni que es justa ni que es injusta: se tiene que sus­pender todo juicio. La suspensión del juicio vuelve al hombre indiferente ante las cosas porque le impide preferir ésta o aquélla y de esa forma le permite alcanzar realmente la ataraxia o impasibilidad que es el fin último de todos los filósofos de este periodo.

Al desaparecer la escuela de Pirrón, la corriente escéptica pasó a los filósofos de la Academia platónica, sobre todo a Arquesilao de Pitana (315-241 a. C.) quien sin embargo, no escribió nada. Arquesilao afirmaba que el hombre no puede saber ni afirmar nada, ni siquiera la propia ignorancia. A cualquier tesis puede oponerse con igual derecho la tesis opuesta, sin que sea posible decidirse ni por la una ni por la otra. En tal forma defendía la suspensión del asentimiento, sostenida antes por Pirrón. Posteriormente a Arquesilao la corriente escéptica fue continuada por los filósofos que le sucedieron al frente de la Academia. Y sólo Carnéades la modificó en cierto modo.

Carnéades de Cirene (214-129 a. C.) fue hombre notable por su elocuencia y su doctrina. En 156 fue a Roma en misión diplomática en compañía del estoico Diógenes y el peripatético Critolao. Pero el Senado romano acogió con suma desconfianza sus doctrinas y lo devolvió a su lugar de origen lo más rápidamente posible. Carnéades afirmaba que el hombre no puede detenerse en la suspensión del juicio. Si bien no se ha concedido al hombre un criterio absoluto de verdad, se dispone de un criterio de credibilidad que permite escoger ciertas opiniones como más plausibles que otras. Por consiguiente, debemos dejamos guiar por las representaciones probables o persuasivas. Si una tal representación no está en contradicción con otras adquiere un mayor grado de probabilidad, y si es confirmada su grado de probabilidad es todavía más grande sin llegar a identificarse, empero, con la certeza.

El escepticismo fue seguido durante algún tiempo por la Academia —que, sin embargo, abrazó más tarde una forma de eclecticismo— de donde pasó a filósofos que se inspiraron directamente en Pirrón y florecieron entre d último siglo a. C. y el siglo II de nuestra era. Sus exponentes principales fueron Enesidemo, Agripa y Sexto Empírico.

Sexto Empírico desenvolvió su actividad entre 180 y 210 d. C., y resumió en su obra todos los argumentos del escepticismo antiguo. Tenemos de él tres obras: Hipotiposis pirrónicas, Contra los matemáticos (es decir, contra las diversas ciencias), y Contra los dogmáticos (es decir, contra los filósofos). Sexto Empírico, que era médico, defendía el método empírico y quería separar la medicina de la indagación de las causas ocultas, es decir, de los principios generales de las cosas. Para él, la filosofía debía limitarse a la pura investiga­ción, es decir, a la duda, sin principio ni fin; y sostenía que, para actuar, el hombre debe valerse de las indicaciones que la naturaleza le da, de las necesidades corporales, de las leyes, de las tradiciones y de las artes. En otros términos, la filosofía no puede servir para dirigir la vida y la conducta humanas. Es una actividad que se agota en la duda y que no puede tener sino una función negativa: iluminar las contradicciones que se anidan en los conocimientos que el hombre trata de poseer.

45. EL ECLECTICISMO

Las tres grandes escuelas post-aristotélicas coinciden esencialmente en su defi­nición del ideal de la vida humana. Estoicismo, epicureísmo y escepticismo concuerdan en hacer consistir la felicidad y el fin del hombre en el sosiego del ánimo y la eliminación de las pasiones; las tres aspiran por igual a volver al hombre indiferente ante las cosas y las vicisitudes de la vida. Frente a semejante identidad de conclusiones la discrepancia teorética de las tres escuelas perdía importancia, en una época en que el valor de una filosofía consistía no tanto en sus premisas teoréticas cuanto en la actitud práctica por ella sugerida. De ahí que se intentara armonizar las tres escuelas y encontra'r un terreno donde se pudieran conciliar sus puntos de vista.

Ese intento, el eclecticismo (de ek-lego = elijo), fue favorecido por la situación política de la época. Conquistada la Macedonia por los romanos en 168 a. C., Grecia se había convertido en una provincia romana. Roma empezó a cultivar la filosofía griega, pero a su vez la filosofía griega empezó a adaptarse a la mentalidad romana, en general poco amiga de cultivar diferencias teoréticas de las que no se derivasen diferencias de actitud práctica. El intento de escoger entre las doctrinas de las diferentes escuelas los elementos que mejor se prestaran a ser conciliados entre sí encontró fácil incentivo en la mentalidad greco-romana. Como criterio de esa selección se adoptó el consensus gentium, o sea, el común acuerdo de todos los hombres.

La tendencia ecléctica hizo su primera aparición en la escuela estoica, do­minó largo tiempo la Academia y fue acogida incluso por la escuela peripa­tética. Se mantuvieron extraños a ella sólo los epicúreo s, fieles a las doctrinas de su maestro.

La dirección ecléctica de la escuela estoica se inició con Boeto de Sidón (m. en 119 a. C.) y tuvo su máximo exponente en la persona de Panecio de Rodas (que vivió entre el 185 y el 109 a. C.).

La Academia platónica abandonó el escepticismo por el eclecticismo con Filón de Larisa que residió en Roma en la época de la guerra mitridática (88 a. c.) y donde asistió a sus disertaciones Cicerón. El sucesor de Filón, Antíoco Ascalonita (muerto hacia el 68 a. c.) estuvo también en Roma y fue el maestro de Cicerón.

Al eclecticismo de Antíoco se enlaza pues, el nombre de Cicerón (106­-43 a. C.) quien, filosóficamente hablando, debe su importancia no a su origi­nalidad, que es muy poca, sino a su capacidad para exponer en forma clara y brillante las doctrinas de los pensadores griegos de su tiempo. Con Antíoco, Cicerón admite como criterio de verdad el consenso común de los filósofos y lo explica por la presencia, en todos los hombres, de nociones innatas, aná­logas a las anticipaciones del estoicismo. Rechaza la concepción mecánica de los epicúreos porque estima imposible que el mundo haya sido formado por la acción de fuerzas ciegas y admite la doctrina estoica de la providencia. Afirma la existencia de Dios recurriendo a argumentos aristotélicos, y la libertad e inmortalidad del alma recurriendo a argumentos platónicos.

En la escuela peripatética el eclecticismo no echó raíces profundas. Andró­nico de Rodas, que a partir del 70 a. C. fue por diez u once años el jefe de la escuela peripatética de Atenas, es famoso especialmente por haber cuidado la edición de los escritos escolásticos de Aristóteles y por haber iniciado aquellos comentarios a las obras del maestro a que se dedicaron subsecuentemente los peripatéticos.

Entre los peripatéticos eclécticos son de mencionar el astrónomo Tolomeo y el médico Galeno, ambos del siglo II a. C. El primero es el famoso autor del Almagesto, máximo sistema de la astronomía geocéntrica cuyo nombre es una posterior corrupción árabe de una expresión que significa precisamente “la máxima”. El segundo es el no menos famoso médico que desarrolló la teoría hipocrática según la cual la salud consiste en una justa proporciona­lidad de los cuatro líquidos fundamentales contenidos en el cuerpo humano (sangre, linfa, bilis amarilla y bilis negra, la última de las cuales se identifica con la secreción pancreática).

46. LOS ESTOICOS ROMANOS

En el estoicismo romano, si bien pertenece a la corriente ecléctica, se advierte a primera vista el predominio del interés religioso. Cuenta con tres figuras principales: Séneca, Epicteto y Marco Aurelio.

Lucio Anneo Séneca, nacido en Córdoba, España, en los primeros años de nuestra era, fue preceptor de Nerón, por orden del cual murió en 65 d. c. De sus obras nos han quedado siete libros de Cuestiones Naturales, muchos tratados morales y veinte libros de Cartas a Lucilio, también de carácter moral. En efecto, su interés predominante es la moral y a ésta subordina incluso el análisis de las cuestiones físicas. “Sea que escrutemos los secretos de la natu­raleza —dice—, sea que estudiemos las cosas divinas, el alma debe ser libera­da de sus errores y, de vez en cuando, reconfortada.” En esa forma, en Séneca, el concepto aristotélico de la finalidad hacia la cual se dirigen las cosas se superpone a las explicaciones mecánicas. Su principio filosófico fundamental es la inmanencia de Dios —entendido por los estoicos como la razón abso­luta— en el mundo y en los hombres. “Somos todos miembros de un gran cuerpo; la naturaleza nos generó emparentados, dándonos un mismo origen y un mismo fin. Ella nos inspiró amor recíproco y nos hizo sociables.” Estos conceptos le valieron a Séneca ser considerado cristiano y se habló incluso de relaciones entre él y San Pablo. Pero en realidad no hacía otra cosa que exponer el pensamiento estoico desarrollando con originalidad algunas con­secuencias educativas. Homo res sacra homini, afirma, y como a “cosa sagrada” debe dirigirse el maestro al discípulo, consciente de que está “formando un alma” no simplemente instruyendo un intelecto. A él pertenece la famosa máxima: “Non scholae, sed vitae, discimus”, que debe entenderse no en sentido utilitario sino profundamente moral.

Epicteto de Hierápolis, en Frigia, nacido hacia el año 5 d. C., era esclavo de un liberto de Nerón; manumiso, vivió en Roma hasta el 92 d. C. Cuando por edicto de Domiciano fueron expulsados de Roma todos los filósofos fundó su escuela en Nicópoli, en Epiro. Su discípulo Flavio Arriano recogió sus Disertaciones en ocho libros de los que nos han llegado cuatro; nos queda también un Manual, que es un breve catecismo moral.

También Epicteto subraya el carácter religioso del estoicismo: Dios está en nosotros, en nuestra alma, es el padre de todos los hombres. El hombre se vuelve libre sólo si se redime de toda dependencia respecto de los acontecimientos y las cosas externas. Todo lo que no está en su poder, el cuerpo, los bienes, la reputación, la vida misma, suya y de sus seres queridos, no debe conmoverlo ni dominarlo. Debe fundar su libertad sobre lo que está en su poder, es decir, sus actitudes interiores: la opinión, el sentimiento, el deseo y la aversión. En efecto, éstos son elementos sobre los cuales el hombre puede actuar modificándolos de forma de quedar libre. Soporta y abstente es el lema de Epicteto, es decir, hay que abstenerse de luchar contra todo lo que no está en nuestro poder (la enfermedad, la pobreza, las penalidades, etc.) y soportarlo sin perder la serenidad.

Marco Aurelio, emperador desde 161 d. C. hasta su muerte acaecida en 180, es autor de una colección de aforismos o sentencias tituladas Soliloquios o Recuerdos y escrita en griego. También Marco Aurelio es un espíritu reli­gioso. Sostiene el parentesco de los hombres con Dios en cuanto su inteligencia es parte del intelecto divino, y afirma también el parentesco de todos los hombres entre sí y, por consiguiente, el deber del 'amor fraternal. Todo ello le aproxima al cristianismo.

47.  LA DIRECCIÓN RELIGIOSA EN LA FILOSOFÍA

La acentuación de la tendencia religiosa en el estoicismo romano es el signo de una orientación que se vuelve cada vez más dominante en este periodo. En virtud de tal dirección se busca recoger y unir unos con otros los elemen­tos religiosos implícitos en la historia del pensamiento helénico y de relacionar este patrimonio religioso de los griegos con la sapiencia oriental para mostrar la fundamental concordancia existente entre el uno y la otra. Asistimos, por tanto, a una interpretación religiosa de las filosofías pasadas y a un intento de conciliarlas con las creencias orientales. En este clima nace y se forma la tra­dición de que la filosofía entera de los griegos nació en Oriente, cuna de la sapiencia religiosa.

En el siglo I a. C. empezaron a aparecer escritos pitagóricos apócrifos: los Dichos áureos, los Símbolos, las Cartas atribuidos a Pitágoras; así como un escrito, De la naturaleza del todo, atribuido al lucano Ocelo. A fines del si­glo I d. C. aparecieron las obras atribuidas a Hermes Trismegisto, que tienden a aproximar la filosofía griega a la religión egipcia. Estos escritos combaten el cristianismo y defienden el paganismo y las religiones orientales. Hacia fines del siglo I d. C. Apolonio de Tiana escribió una Vida de Pitágoras en la que la figura del fundador del pitagorismo se representa novelescamente como la de un profeta, mago y autor de milagros. El mismo Apolonio se creía o fue creído tal.

Entre los muchos pitagóricos de este periodo es de señalar Numenio de Apamea, en Siria, que vivió en la segunda mitad del siglo I d. C., para quien toda la filosofía griega se deriva de la sapiencia oriental y llama a Platón “Moisés aticista”. La escuela de Platón se convierte en la sede predilecta de esta corriente que aprovecha por igual doctrinas filosóficas y científicas, mitos, prejuicios y creencias religiosas de origen oriental. Plutarco de Queronea, nacido en 45 d. C., autor de un número muy grande de obras de toda especie, es el más significativo representante de esta tendencia. De un tratadito, De la educación de los niños, que se le atribuye, así como de otras obras suyas que ejercieron una notable influencia en la historia de la educación, nos ocupare­mos más adelante (cf. § 52).

Por su parte, también la filosofía oriental busca un acercamiento al pensa­miento griego. Filón de Alejandría (nacido entre 30 y 29 a. C., y que en 40 d. C. fue a Roma como embajador de los judíos alejandrinos ante el emperador Calígula) intentó conciliar las creencias del Antiguo Testamento con ciertas doctrinas de la filosofía griega para lo cual emprendió una interpretación alegórica de los libros del ya mencionado Antiguo Testamento. Los puntos fundamentales son tres:
1)       La trascendencia absoluta de Dios respecto a todo lo que el hombre conoce;
2)       La doctrina del Logos como inter­mediario entre Dios y el hombre;
3)       La vuelta del hombre a Dios hasta reunirse con Él.

En particular, la doctrina del Logos, que aparece ya en el libro de la Sabiduría del Antiguo Testamento (compuesto probablemente en el siglo I a. C.), es utilizada por Filón para realizar la mediación entre Dios y el mundo. El Logos es el modelo de la creación y, por ende, la sede de las ideas platónicas, con arreglo a las cuales Dios ordena y plasma la materia de que está constituido el mundo. Filón señala al hombre el fin místico de la total unión con Dios, realizada en un estado excepcional de gracia que es el éxtasis: el salir el hombre de sí para perderse en la vida divina.

48. EL NEOPLATONISMO

La última y mayor manifestación del platonismo en el mundo antiguo, el neoplatonismo, es también el primer ejemplo de escolástica, es decir, de aque­lla filosofía que, como hará, la filosofía de la Edad Media, utiliza determinadas filosofías o corrientes filosóficas con fines religiosos. El fundador del neoplato­nismo es Ammonio Sacas, que vivió entre 175 y 242 d. C. Enseñó en Alejan­dría y no escribió nada. Por consiguiente, el verdadero autor del neopla­tonismo es Plotino, quien nació en Licópolis, Egipto, en 203 d. c. y murió en Campania, a los 63 años. Plotino enseñó en Roma donde tuvo muchos segui­dores. Su discípulo Porfirio de Tiro (nacido en 232; fallecido al principiar el siglo VI) ordenó los escritos del maestro en seis Eneadas, es decir, libros de nueve partes cada uno. Porfirio es, además, autor de una Vida de Pla­tino, de una Vida de Pitágoras y de una Introducción a las categorías de Aristóteles que es un comentario a la obra aristotélica Plotino acentúa en grado extremo la trascendencia de Dios, a quien en­tiende como el Uno absoluto, superior a todo y por lo mismo indescriptible en los términos de la realidad que conocemos. Toda realidad proviene de Dios mediante un proceso de emanación semejante a aquél por el cual la luz se difunde en torno a un cuerpo luminoso, el calor en torno a un cuerpo caliente y el olor en torno a un cuerpo oloroso. La emanación es siempre, necesariamente, degradación, de manera que, mientras más se aleja del Uno más imperfecta se vuelve, del modo en que la luz se vuelve menos luminosa mientras más se aparta de su fuente.

Primera emanación del Uno es el intelecto, que Plotino concibe, al igual que el Logos de Filón, como sede de las ideas platónicas. El segundo grado de la emanación es el alma del mundo que por un lado se vuelve hacia el intelecto del que proviene, mientras por el otro se vuelve hacia el mundo por ella gobernado y regido. Dios, el intelecto y el alma constituyen el mundo inteligible, ante el cual está el mundo sensible creado por el intelecto, dominado y gobernado por. el alma y del cual forma parte la materia, concebida por Platino como un elemento negativo, o sea, privado de realidad y bien. La materia se halla en el grado más bajo de la escala cuya cima es Dios; es como la oscuridad que empieza donde termina la irradiación de la luz.

El hombre debe remontar esta escala hasta identificarse con Dios. La primera condición de este ascenso es la virtud. Un grado ulterior es la contemplación de la belleza, en la que esplende la luz divina. Grado más alto es la filosofía. Pero ni siquiera la filosofía puede llevar al hombre hasta Dios, porque es fruto de la inteligencia y en la inteligencia el sujeto pensante está siempre separado del objeto pensado, lo cual significa que no se logra la unidad. La unión con Dios no es ni siquiera una visión, es éxtasis, es decir, despersonalización y entrega absolutas. Se trata de una condición que sólo raramente se alcanza. Según el testimonio de Porfirio, en los seis años que pasó con su maestro Plotino éste logró el éxtasis sólo cuatro veces.

Se comprende que en esta filosofía, en la que el mundo natural no es más que un punto de partida o apoyo para ascender hacia Dios, la investigación científica sea tenida en poca consideración. Sin embargo, no estaba del todo ausente, si bien tuvo carácter de recopilación y se la subordinó a significados simbólicos o religiosos, de forma que no dio pie a nuevos descubrimientos. Sabemos que Hipacia, la mujer que enseñó en la escuela platónica de Ale­jandría y en 415 cayó víctima del fanatismo de la plebe cristiana, escribió un comentario a la aritmética de Diofanto (siglo III d. c.), obra muy importante, en gran parte original, que luego ejerció la máxima influencia sobre el des­arrollo del álgebra entre los árabes y sobre la moderna teoría de los números (Hipacia era hija del matemático Teón de Alejandría, editor de los Elementos y la Óptica de Eudides y comentador del Almagesto de Tolomeo).

El último gran neoplatónico fue Prado quien nació en Constantinopla en 410, vivió y enseñó en Atenas hasta su muerte (485 d. C.). De él nos han llegado comentarios y varios diálogos platónicos, amén de dos escritos: Instituciones de teología y Teología platónica. Proclo es notable como siste­matizador escolástico del neo platonismo. La parte más interesante de su doc­trina es la ilustración de aquel principio triádico fundamental para el con­cepto neo platónico de la emanación. El proceso de la emanación supone que su causa, o sea, Dios, permanece inmóvil en su perfección. Supone también que la cosa emanada se asemeje a su causa y al mismo tiempo se aparte de ésta por su menor perfección. Supone, en fin, que la cosa emanada vuelva a su origen, es decir, vuelva a unirse con su causa. En el proceso de la ema­nación Prado distingue, pues, tres momentos:

1)       La permanencia inmutable de la causa en sí misma;
2)       La procedencia del ser emanado de su causa y, por consiguiente, su separación de ésta y al mismo tiempo su persistente unión con ella por la semejanza que con ella tiene;
3)       El retorno o conversión del ser emanado a su causa. En tal modo el principio y el término de la emanación coinciden: la causa primera es también el fin del proceso entero.

Es evidente cómo el neoplatonismo intenta reconciliar dos exigencias opuestas: la intelectual, de concebir a Dios como perfecto y cerrado en sí mismo, y, por tanto, ni creador, ni agente, ni en contacto con el mundo, y la religiosa de establecer una relación entre el mundo y Dios, sobre todo entre el hombre y Dios. Emanación y éxtasis serían los medios para la verificación de tan ansiada unión sin quitar nada a la beata y perfecta autosuficiencia divina. Como veremos, el cristianismo reflejó profundamente los planteamientos neoplatónicos, no obstante que su concepto de perfección fuera totalmente di­verso del griego, estático y contemplativo.

IX. LA EDUCACIÓN EN EL MUNDO HELENÍSTICO-ROMANO


49. CARÁCTER PREDOMINANTEMENTE LITERARIO DE LA EDUCACIÓN HELENÍSTICA

El tipo de educación griega que hemos visto afirmarse gradualmente en Atenas, y que en Isócrates (§ 23) había encontrado su teórico, es el que acabó por prevalecer y difundirse por todo el mundo helenístico-romano. La educación elemental a cargo del didáskalos, comprende el aprendizaje de la lectura y la escritura y un mínimo de aritmética; por su parte la música, la danza y la gimnasia pierden gradualmente importancia y se convierten en algo accesorio y marginal. La educación media es impartida principalmente por el gramático (término que no debe confundirse con el de “gramatista”, sinónimo caído en desuso de “didáskalos”) y consiste principalmente en la lectura y comentario de los “clásicos”: Homero, Hesíodo, los líricos y los trágicos. Este estudio, minucioso y analítico, y en no poca parte mnemónico, se complementa en medida cada vez mayor con el estudio sistemático de la gramática, en máxima parte creación de los alejandrinos. La educación supe­rior es sobre todo de carácter oratorio y por lo mismo está confiada al rétor, más tarde llamado también sofista.

Este esquema, como es evidente, supone una simplificación excesiva. Su objeto es indicar las tendencias principales y será necesario completado en muchos aspectos a fin de que el cuadro de la educación helenística se nos presente en toda su variedad y riqueza.

En primer lugar, en el currículum o plan normal de estudios nunca está ausente del todo el aspecto científico-matemático. Antes bien, se le reconoce como parte de aquella “cultura general” que la educación helenística se pro­ponía conscientemente impartir. Tal cultura, denominada “enciclopédica” en el sentido -muy diverso del actual- de formación multilateral y no espe­cializada o profesional, comprende también las “mathemata” pitagóricas. Pero, al parecer se trataba de enseñanzas poco profundas que ocupaban una porción de tiempo modesta respecto de la que se dedicaba a los argumentos lite­rarios. En el nivel elemental la iniciación a la aritmética y la geometría no pasaba de ser embrionaria (no se llegaba a las cuatro operaciones). En la fase secundaria se abordaban la aritmética y la geometría elementales y se enseñaba algo de teoría musical y astronomía. Pero por lo que toca a la aritmética y la geometría se hacía hincapié sobre todo en las cualidades estéticas y en las pre­tendidas cualidades místicas de números y figuras, mientras que la astronomía se reducía casi siempre a una descripción más o menos fantástica de la bóveda celeste, con un frecuente complemento de ingenuas teorías astrológicas. El hecho de que en ese mismo periodo histórico estas y otras ciencias hayan sido magis­tralmente desarrolladas por especialistas cuyos descubrimientos aún nos llenan  de admiración, sólo en apariencia contradice la superficialidad con que las tra­taban las escuelas: ya hemos dicho que una de las características de la cultura helenística es una especialización científica que no implica en modo alguno la vulgarización en gran escala de los resultados conseguidos.

Parece que incluso en el campo filológico no existían relaciones eficientes entre alta cultura e instrucción: mientras con admirable pericia los filólogos ale­jandrinos inventaban procedimientos casi modernos de crítica de los textos clásicos, restituyéndoles su auténtica fisonomía y liberándolos de interpolaciones, en las escuelas seguían usándose los viejos textos corruptos preocupándose sólo de expurgarlos con fines morales, lo que se debía principalmente al influjo de la escuela estoica.

En astronomía, en la primera mitad del siglo III a. C. Aristarco de Sarnas había formulado la hipótesis heliocéntrica (en que se inspirará Copérnico dieciocho siglos más tarde), pero ¿ quién había tenido noticia de ello excepto algunos pequeños círculos de especialistas?. En cuanto al hecho de que la hipótesis no haya corrido con suerte ni siquiera entre éstos quizás podría explicarse por la desconfianza que seguramente inspiraba un sistema astronó­mico basado en sencillos criterios científicos, pero que no respondía a los criterios estéticos y ético-religiosos por entonces predominantes: la educación prevalecientemente literaria repercutía incluso en el estricto campo científico.

Como quiera que sea, parece que la poca o mucha instrucción científica incluida en la enseñanza secundaria era impartida por maestros especializa­dos, con excepción de la astronomía que en general corría a cargo del gramático y se aprendía leyendo y comentando poemitas didascálicos.

La instrucción superior adoptaba formas aún más variadas que la secun­daria, si bien la nota dominante seguía siendo literario-retórica. Se daba en instituciones tan diversas entre sí como los “colegios de efebos” organizados siguiendo el modelo del de Atenas, o el Museo de Alejandría, institución de alta cultura sostenida por el mecenazgo de los Tolomeos. Se podía recibida asimismo en las escuelas filosóficas a que hemos aludido en los capítulos ante­riores. Pero la forma común era la de los cursos dados por maestros particu­lares, es decir, los rétores o solistas, a quienes se confiaba también la tarea de completar la formación intelectual de los jóvenes salidos de los colegios efébicos.

Mención aparte merecen las escuelas filosóficas, las instituciones de alta cultura como el Museo de Alejandría, y las escuelas de medicina. En ellas más que en otras partes sobrevivía una característica privativa de la educación superior de la Grecia clásica, o sea, la convivencia cotidiana y prolongada del maestro con un pequeño grupo de discípulos. La eficacia de semejante sis­tema era extraordinaria: nada de formalismos, nada de esquemas ni fórmulas mnemónicas, sino trabajo personal y discusiones colectivas en un austero clima de vida en común. Aspecto de importancia suma en el estudio de la medicina era un prolongado tirocinio al lado del maestro.

Pero una tal educación superior no podía beneficiar sino a muy pocos jóve­nes; la generalidad, cuando estudiaba pasados los 16 o 18 años, se limitaba a los cursos de retórica.

50.  LA ORGANIZACIÓN DE LA ESCUELA Y LOS MÉTODOS DIDÁCTICOS

La educación siguió siendo durante largo tiempo, incluso en el periodo hele­nístico-romano, sobre todo privada. Sólo durante el bajo Imperio Romano se llegará, como veremos, a una gestión directa por el Estado de gran parte de la educación superior y a una intervención minuciosa en los otros dos grados. Sin embargo, los colegios de efebos habían sido desde un principio estatales, o por mejor decir, municipales. En efecto, la efebía, siguiendo el modelo ate­niense, se difundió rápidamente por muchas ciudades y colonias griegas justo en el momento en que dejaban de ser estados soberanos para reducirse a la categoría de simples administraciones locales, más o menos autónomas, en el ámbito de las monarquías helenísticas. En la misma Atenas, la efebía había dejado de ser obligatoria, duraba solamente un año y estaba abierta incluso a los extranjeros.

Los monarcas no intervienen en calidad de tales en la organización educa­tiva, y si acaso en calidad de benefactores o mecenas, al igual que muchos particulares acaudalados. Según parece, a munificencias de esta clase pertene­cen las primeras manifestaciones de gestión directa de escuelas secundarias por parte de las polis. Se trata de lo que hoy llamaríamos “fundaciones esco­lares”, administradas por las autoridades municipales.

Sin embargo, las polis se ocupan cada vez más de la educación no tanto en el sentido de su administración directa, sino en el de ampliar y perfeccionar la legislación pertinente, de modo de estimular y controlar las escuelas particu­lares. Además, como hemos visto en el caso de Atenas, proveen a la construc­ción y manutención de los gimnasios, o sea, palestras para jóvenes y adultos.

Los tres grados de instrucción aludidos son, pues, fundamentalmente, una formación espontánea establecida con bastante uniformidad no por fuerza de leyes, sino porque respondía a exigencias generales.

La escuela elemental era la escuela de las primeras nociones, de los rudi­mentos. Sólo para aprender a leer y escribir y a hacer algunas cuentas se consideraban necesarios de cuatro a cinco años. Estos conocimientos eran in­dispensables no sólo para quienes se proponían continuar los estudios, sino para una gran parte de los hombres libres e incluso de los esclavos, los cuales disponían en muchos lugares de escuelas especiales. La lentitud de la ense­ñanza dependía probablemente de los métodos didácticos y disciplinarios enton­ces en boga y que no eran muy diversos de los que se aplicaban en las escuelas elementales populares de hace unos dos siglos, con resultados igual­mente malos.

La lectura y la escritura se enseñaban con un método en extremo árido y mnemónico, del tipo que hoy se denomina analítico-alfabético. Es decir, se empezaba aprendiendo de memoria el alfabeto, a continuación se aprendía a trazar una por una las letras, se pasaba luego a combinadas en sílabas y por último se llegaba a las palabras. Finalmente, se adquiría seguridad y rapidez mediante interminables ejercicios de copia y dictado.

No se preocupaba en lo más mínimo de despertar el interés y la curiosidad de los alumnos; si se distraían o no adelantaban lo suficiente se procuraba corregirlos mediante los sempiternas medios de la mala pedagogía, o sea, con azotes y otros castigos debidamente graduados. No es que en las escuelas faltaran “auxilios didácticos”: había tablillas enceradas con el alfabeto alrededor del borde para facilitar su copia, y otras de marfil con las letras grabadas debajo de la cera de manera que se pudieran “descubrir” con el estilo; había cajas de “cálculos” o sea, guijarros para hacer cuentas, etc. Pero esos medios extrínsecos no lograban rectificar el planteamiento general, psicológica y hu­manamente erróneo, cuyo supuesto era considerar al niño como un ser des­provisto de intereses positivos y personalidad.

Tampoco la educación secundaria era muy satisfactoria: prolijas distinciones gramaticales, un nocionismo vulgar en el comentario de los autores clásicos, pesados ejercicios de memorización, ejercicios de composición consistentes en el desarrollo de temas consabidos, con una neta orientación hacia el tipo de discurso retórico que constituirá el núcleo de los estudios sucesivos. Pero la característica más importante de la educación secundaria helenística es la apari­ción del libro de texto; textos de clásicos extractados y comentados, trata­dos de gramática, literatura, historia y geografía, astronomía, aritmética, geo­metría, etc., por lo común áridos, definidores, intelectualísticos. La escuela del diálogo de Sócrates y Platón se ha convertido en la escuela del libro de los “gramáticos” alejandrinos.

La educación superior más generalizada era, como ya se ha dicho, la del rétor o solista. Pero la función del arte oratorio reviste una gran dignidad sólo en asambleas libres o en tribunales democráticos. Ahora bien, en los regímenes absolutistas de las monarquías helenísticas lo que predomina no es, a decir verdad, la oratoria deliberativa (destinada a sostener una tesis ante asambleas deliberantes) y ni siquiera la oratoria judicial, sino la oratoria epidíctica o de aparato, o sea, el arte de hablar hermosa y pulcramente, que encanta y divierte al auditorio, pero que es fin en sí mismo o más bien tiene por objeto ganar al “conferenciante” el favor de los poderosos y del público culto. La fama así obtenida puede utilizarse marginal mente con fines polí­ticos, como por ejemplo cuando un orador famoso y estimado se presta para perorar por una determinada causa municipal ante un monarca o el Senado romano.

El arte oratorio se codifica escrupulosamente, se forman escuelas diversas (ática, partidaria de la concisión y la sencillez; asiática enderezada a deslum­brar al auditorio con toda suerte de grandilocuencias y artificios retóricas; radia que mantenía una posición intermedia), al punto que muchos jóvenes bien dotados consideran necesario estudiar sucesivamente con maestros de diversa formación, o incluso viajar por los centros de enseñanza más famosos.
El aprendizaje de la retórica era en conjunto algo más vivo y apasionante que los precedentes estudios gramaticales. En un plazo bastante breve el alumno debía pasar del estudio de oraciones modelo a la preparación de dis­cursos elaborados por él mismo sobre argumentos ficticios. No obstante, que esos argumentos eran casi siempre mitológicos y muy artificiosos, se trataba de todos modos de una actividad personal difícil y cautivadora.

Aunque en estos ejercicios la oratoria judicial tiene una parte, si bien no de primer plano, en estos ejercicios (las controversiae no recobrarán importancia sino por influencia de la mentalidad jurídica romana), no es el conocimiento del derecho lo que se cuida, sino únicamente la habilidad retórica. No obs­tante que en el periodo helenístico existen ya los abogados, no hay ninguna forma de preparación específicamente jurídica como no sea el simple apren­dizaje como ayudante de un abogado experto. Por lo demás, tampoco hay escuelas superiores de ingeniería o arquitectura, entonces en gran floreci­miento: la educación helenística seguirá siendo durante largo tiempo puramente humanística y no profesional (única excepción, la medicina), y sólo por im­pulso de la mentalidad romana, más práctica, nacerán más tarde, como vere­mos, ciertos tipos de preparación profesional.

51. LA EDUCACIÓN ROMANA ARCAICA

En qué consiste la contribución específicamente romana al vasto cuadro de la educación en el mundo helenístico-romano, se comprenderá con facilidad si se tienen presentes ciertas características de la civilización romana arcai­ca y el modo como formaba a los jóvenes. También Roma fue una ciudad­-estado que atravesó por las mismas fases de desarrollo de las polis griegas con algún retardo respecto de éstas, diferenciándose con todo de ellas en que no conoció un periodo feudal-caballeresco parecido al que sobrevino en Grecia como consecuencia del trastorno étnico conocido como invasión doria.

Por eso, en su fase de predominio aristocrático, Roma ostenta un carácter marcadamente agrícola un tanto simple y tosco, si bien sólidamente radicado en los valores representados por el trabajo rural, la familia y la patria. No fue fácil a los romanos preservar sus características, situados como estaban en el margen entre la zona de influencia etrusca y la zona de influencia helénica de la Magna Grecia; pero el haberlo conseguido creo en ellos la conciencia de su fuerza moral que los caracterizaba y que no les impidió asimilar otras culturas sino gradualmente y con las limitaciones dictadas por una sana des­confianza campesina.

También en Roma se desencadenó la lucha por arrancar leyes escritas a los aristócratas y lograr la isonomía, es decir, la igualdad entre nobles y ple­beyos, pero el sentido de la legalidad se desarrolló con mayor profundidad que en Grecia puesto que terminó por ligarse (sería imposible explicar aquí cómo y por qué) al proceso mismo de la expansión territorial, efectuado como es sabido por una parte mediante la guerra y por la otra mediante los foedera o tratados. La guerra misma se hacía (por lo menos formalmente) más bien sobre la base de una idea de derecho que por un impulso de simple rapacidad.

De aquí los caracteres principales de la formación de los jóvenes, que era ante todo familiar, con una influencia notable por lo que hace a la madre (la cual gozaba de mucho mayor consideración que en Grecia) y decisiva tocante al padre, pues era éste el verdadero educador de la prole.

En segundo lugar, era una formación civil, puesto que el padre llevaba al hijo al foro apenas vestía la toga viril (a los 16 años) para que asimilase directamente las bases de la vida política y social de la urbe. Este aprendizaje tenía particular importancia para la formación del sentido del derecho; más tarde los padres empezaron a confiar al hijo a personas particularmente ex­pertas en el campo jurídico a fin de que recibiese orientaciones más rápidas y precisas acerca de la vida político-judicial de la ciudad, que se había vuelto sumamente compleja.

En tercer lugar, la formación del joven era militar. A los 17 o 18 años entra­ba en el ejército como soldado raso, independientemente del grado de nobleza o riqueza de su familia, circunstancias éstas de las que, sin embargo, depen­día posteriormente su carrera.

Como se ve, se trata de un tipo de formación esencialmente moral y prác­tica: en un principio la cultura literaria no ocupa en ella ningún sitio, mien­tras por el contrario ocupa un puesto central el sentimiento religioso que también estaba ligado a la familia (culto de las imágenes domésticas), a la patria y a la fe en la grandeza de ésta. La piedad religiosa constituye por mu­cho tiempo la síntesis de todos los valores educativos que contribuían a la formación del joven.

Justamente porque la religión primitiva era mucho más ruda que la griega y no había caído en las frágiles y grandiosas construcciones producidas por la ágil fantasía mítico-poética propia del epos helénico (los romanos carecie­ron casi del todo de una épica original), contribuyó con extraordinaria efi­cacia a forjar el sólido, práctico, frugal y austero carácter de estos labradores que, sin haberse propuesto ningún plan imperialista, se vieron comprome­tidos en empresas cada vez mayores hasta que, vencida Cartago, se encontraron enfrentados a la perspectiva de un absoluto señorío sobre todo el mundo civilizado.

Nos hallamos, pues, muy lejos de la educación “cortés” del aristócrata griego: al romano música y poesía le interesan muy poco y no practica otra gimnasia que la del Campo de Marte, subordinada a la vida militar. En cambio, conoce el trabajo de los campos, es diligente administrador de lo suyo y amo­roso educador de la prole; en ello se distingue del espartano, militarista puro, cínico en las relaciones con otros pueblos y con frecuencia aliado de poco fiar. En la terrible crisis de la segunda guerra púnica Roma se salvará, más que por sus virtudes guerreras, por la sabiduría jurídica que había impreso a sus relaciones con gran parte de los otros pueblos itálicos.

52.  LA INFLUENCIA GRIEGA SOBRE LA EDUCACIÓN ROMANA

No obstante estas peculiaridades, que fueron además su fuerza, Roma no fue “nacionalista” en el sentido moderno de esta palabra. La prueba es que asimi­ló en grado sumo la cultura y la educación griegas, con cierta resistencia por parte de los conservadores, y genuino entusiasmo por parte de la mayoría.

En su aspecto intelectual, la educación romana se modeló sobre la griega; por tanto, desde el siglo 11 a. C., tenemos el literatar correspondiente al didáskalos o grammatikós (literae = grammata). El grammaticus es en un principio profesor de griego, posteriormente (siglo III a. c.) de latín, con mé­todos análogos a los del grammatikós griego: los “clásicos” que se leen y co­mentan son la traducción de la Odisea, de Livio Andrónico, el Bellum Punicum de Nevio, los Annales de Ennio. Pero el rétor fue por largo tiempo, casi hasta Cicerón, maestro de retórica griega y no latina, e incluso cuando la retórica latina —largamente obstaculizada por los conservadores— se afirmó, la educación romana siguió siendo prácticamente bilingüe. En todas las tierras menos civilizadas por donde se difundió (Mediterráneo oriental, Pa­nonia, etc.) el griego se enseñó junto con el latín. De esa forma, Roma se constituyó en portadora más que de una civilización típicamente suya, de la civilización helenística integrada con aportaciones latinas. ¿Cuáles fueron esas aportaciones?.

Es bien sabido que de los varios elementos mencionados en el párrafo anterior es el sentido del derecho el que constituye la gloria imperecedera de Roma. Por consiguiente, no debe maravillamos si la enseñanza de la elocuencia asu­me una fuerza y un contenido nuevos, ni que surjan escuelas de derecho incluso en Oriente (la de Beyruth, en Siria, fue la más importante) y que la oratoria de relumbrón ceda por algún tiempo el sitio a la forense. Pero la mentalidad romana se distingue por un elemento no menos importante que el anterior: el sentido práctico; de modo que no nos debe sorprender si el estudio de la arquitectura y la agrimensura se desarrolla en latín, mientras las ciencias puras siguen siendo patrimonio griego y se enseñan en griego incluso ahí donde la lengua madre es el latín. La medicina asume forma latina con mayor lentitud y dificultades; sin embargo, es significativo el que Varrón añada la arquitectura y la medicina a las siete artes reconocidas como “libe­rales” por los griegos.

Por el contrario, la gravitas latina no admite en el plan de estudios hele­nístico la música y la danza, consideradas indignas de la seriedad o gravitas del futuro avis romanus.

En general, se puede conjeturar por varios indicios que la mentalidad romana —más respetuosa que la griega de los derechos de la infancia— era menos severa en la disciplina y más directa en la vigilancia de la formación moral, que no se dejaba al “pedagogo” esclavo sino que era objeto de la solicitud de los padres. Por lo demás, el “pedagogo” romano a cuyos servicios recurrían las familias más ricas, goza de mucha más consideración que en Grecia y es a menudo un liberto culto y estimado. Esta actitud se sintetiza en la célebre máxima del poeta Juvenal: “Maxima debetur puero reverentia”,
A pesar de estas reservas, no se puede por menos de concluir que, en sustancia, la instrucción intelectual romana es igual a la griega del periodo helenístico, como idéntica es también su articulación general. También en Roma la enseñanza es esencialmente privada y en un principio el Estado no interviene sino negativamente para alejar a los profesores indeseables (como sucedió en el caso de Carnéades, § 43), o para prohibir la enseñanza de la retórica latina.

También la típica institución educativa pública del helenismo, los colegios de efebos, será imitada por el mundo romano en la época de Augusto. Ése fue probablemente el primer acto de aquella política imperial en el campo educativo que seguirá desarrollándose hasta superar los límites del ejemplo helenístico. Los Collegia iuvenum, fomentados por Augusto como un aspecto de su obra restauradora de los valores patrióticos, se difundieron rápidamente por muchas ciudades en el occidente del imperio, pero también estas instituciones perdieron en poco tiempo todo carácter de preparación a la vida militar para quedar reducidas a simples “clubes” de jóvenes aristócratas como los de la efebía helenística.   .

53.  QUINTILIANO Y PLUTARCO

El primer emperador que legisló en materia de educación fue Vespasiano, quien eximió de impuestos municipales a gramáticos y rétores. Llegó incluso a instituir en Roma dos cátedras oficiales de retórica latina y griega; el primer titular de la cátedra de retórica latina fue Marco Pabio Quintiliano (35? 95 d. C.) que en los 12 libros de su Institución oratoria nos dejó un cuadro completo de sus ideales educativos. Para él, en efecto, la educación oratoria es la educación por excelencia, lo que por lo demás responde al criterio helenístico general. Respecto de éste, nada tienen de original sus consejos higié­nicos, los pequeños artificios didácticos para aprender a leer o a escribir, que no evitan la mecanicidad mnemónica, así como tampoco gran parte de las otras observaciones de sentido común contenidas en el primer libro, en el que trata de la primera infancia y la niñez.

Más interesante es su defensa de la educación pública respecto de la pri­vada (que al parecer en Roma se había afirmado entre los optimates), así como también, en general, sus críticas a la educación demasiado blanda que se daba en el seno del invernadero doméstico. A esto contrapone las ventajas de la emulación implícita en la educación pública, Y' condena el uso de los castigos corporales; pero si en ello se manifiesta buen intérprete de aquel mayor respecto por el niño que habíamos señalado como propio de los roma­nos, la exagerada importancia que atribuye a la memoria y a la capacidad imitativa del niño nos revelan su incapacidad para percibir los aspectos diná­micos y creativos de la psique infantil (aunque a decir verdad es un límite común de su tiempo).

Por lo que se refiere a los estudios medios y superiores, Quintiliano hace suyo el ideal de Cicerón, que exige del orador una buena base cultural, que incluye historia y filosofía, y una profunda formación moral; pero si en ello es fácil percibir el eco de la célebre definición catoniana del orador como Vir bonus dicen di peritus, no se debe ver en ello nada de sustancialmente diverso del ideal oratorio de Isócrates. También el tratamiento de la oratoria sigue los esquemas propios de la retórica helenística.

Quintiliano no cae ni remotamente en la cuenta de lo anacrónico que re­sulta su ideal oratorio en tiempos de monarquía absoluta. En cambio, su contemporáneo, el autor del Diálogo de los oradores (atribuido a Tácito) se muestra perfectamente consciente de las verdaderas causas de la decaden­cia de la oratoria, la cual ligada como estaba al clima de luchas políticas propio de los regímenes republicanos pierde toda vitalidad funcional en los regímenes despóticos.

Casi contemporáneo a la obra de Quintiliano es el escrito de Plutarco (que para algunos es de atribuirse a un su discípulo) De la educación de la juven­tud, con la célebre doctrina de los tres elementos o factores de la educación: naturaleza, conocimiento y ejercicio, que sin embargo se remontan como hemos visto a la praxis sofística (cf. § 19).

Se trata de una síntesis del ideal helenístico-romano de educación hecha con espíritu ecléctico y se diferencia de la de Quintiliano sólo por la mayor importancia que se concede a la filosofía como medio para madurar en el joven una capacidad de elocuencia no teatral ni árida, sino densa de pensa­miento y mesura. Por lo que toca a la primera infancia, también Plutarco cae en la equivocación de subrayar excesivamente la memoria. En cuanto a los fines de la educación moral insiste sobremanera en la virtud del ejemplo. En la obra de corrección aboga por una hábil dosificación de castigos y premios, elogios y reproches.

Pero en la historia de la educación han tenido una importancia mucho mayor que esta obrita de dudosa autenticidad otros escritos de Plutarco, en particular las celebérrimas Vidas paralelas, que acoplan biografías de grandes griegos y biografías de grandes romanos que tenían algo de común con los primeros (por ejemplo, Licurgo y Numa, Arístides y Catón, Demóstenes y Cicerón, etc.). Se trata más bien de paradigmas ejemplares de ciertas virtudes que de tratados rigurosamente históricos, pero la viveza de la representación y el pathos moral que alienta en ellas siguieron ejerciendo al través de los siglos, prácticamente hasta nuestros días, una enorme influencia sobre los espíritus más preclaros de la cultura occidental. Por mucho que Plutarco sea íntimamente griego y no siempre suene del todo sincera su exaltación de la virtud romana, las Vidas paralelas pueden considerarse casi como un símbolo de la unidad espiritual alcanzada por el mundo helenístico-romano.

En sus Tratados morales Plutarco nos dejó gran copia de reflexiones morales y religiosas y muchas anotaciones sobre la educación, la más famosa de las cuales es el famoso pasaje que, traducido a la letra, reza como sigue: “No es la inteligencia como un vaso que debe llenarse, sino como un trozo de madera que debe encenderse para que se despierte el ardor de la investigación y el deseo de la verdad”. Es una imagen sugestiva, pero el concepto ahí expresado se ve sometido en Plutarco a limitaciones harto radicales debidas al carácter aristocrático e intelectualístico de su pedagogía.

54.  LA EDUCACIÓN ESTATAL EN EL BAJO IMPERIO ROMANO

El ejemplo de Vespasiano fue muy imitado por sus sucesores: el Estado ro­mano legisló con creciente amplitud en materia de educación haciéndose cada vez más cargo, directamente, de la instrucción superior.

La educación elemental y media sigue siendo parcialmente privada, si bien en su mayor parte se vuelve municipal, pero es el Estado el que deter­mina la modalidad de selección de los maestros, los exime de ciertos impues­tos y por último llega incluso a fijarles los honorarios. Además, interviene di­rectamente en la educación elemental y media por medio de las Instituciones alimentarías de Trajano, es decir, fundaciones estatales enderezadas a ase­gurar la manutención y la educación de un cierto número de niños (más tarde, también de niñas) de pocos recursos.

Las intervenciones legislativas y administrativas de la autoridad imperial en las cuestiones escolares de la ciudad se vuelven cada vez más frecuentes, hasta que por fin el Estado se convierte en organizador de universidades en toda la extensión de la palabra. Así sucede, tanto en Roma, donde en torno al núcleo creado por Vespasiano con las cátedras de retórica se organiza también la enseñanza de la filosofía y las ciencias, como en Atenas, donde Marco Aurelio funda cátedras de retórica y filosofía, y en Constantinopla, donde Teodosio establece en. 425 una universidad estatal que monopoliza por ley la instrucción superior de la ciudad, y cuyos maestros tienen derecho al título honorífico de “comites” (condes) al cumplir 25 años de magisterio. De esta forma se legaliza una práctica establecida desde hacía mucho tiempo, o sea, la de premiar con honores y cargos civiles a los maestros más insignes.

El creciente interés de los poderes públicos por la enseñanza debe con­siderarse también con referencia al proceso de progresiva burocratización que caracteriza al desarrollo del Imperio Romano. Para los jóvenes. el estudio no es ya formación desinteresada, ni tanto menos preparación para un cursus honorum de magistraturas libres. Ahora es la base indispensable para la for­mación de los funcionarios públicos, o sea, la condición necesaria para hacer carrera en la burocracia imperial. En la literatura de la época se encuentran “exhortaciones” al estudio de un carácter estrictamente utilitario, apenas un poco más refinadas de las que hemos visto utilizadas por un padre con in­tención de convencer al hijo a que estudie para escriba (cf. § 2).

Y en verdad aquel inmenso imperio burocratizado según los modelos orientales requiere una educación de escribas, más bien que una educa­ción “liberal” orientada hacia la formación de un ciudadano libre. Las disposiciones imperiales para que puedan estudiar también los pobres persiguen con frecuencia este fin declarado, es decir, formar para el Estado los funcio­narios que le hacen falta. Por lo demás, junto a estos “escribas” de alto rango, encontramos una clase de escribas propiamente tales, de categoría más modesta. Se trata de los notarios, o sea los taquígrafos (de notae, es decir, el término que indicaba los signos de la escritura abreviada) preparados en es­cuelas especiales, cuya importancia y dignidad van en lento pero continuo aumento.

Ya para entonces ha terminado el grandioso y vital paréntesis inserto por la civilización greca-romana entre la educación del guerrero y la del escriba, o sea, la educación del ciudadano con toda la riqueza y complejidad de sus exigencias formativas. Pero los vestigios sobreviven aún, porque todavía vive y se añora la grandeza de aquel ideal de una formación total y armoniosa. Sin embargo, la cualidad y los métodos educativos se aproximan más y más a los que caracterizan a la educación del escriba: el predominio, todavía más que en el pasado, de la mnemotecnia, de los ejercicios mecánicos y de la disciplina coercitiva. San Agustín recuerda con verdadero pavor los años de su infancia pasados en la escuela.

Y, sin embargo, el ideal clásico sobrevive en medida suficiente para des­lumbrar a los bárbaros de las primeras oleadas y desbastar sus toscos espíritus. Los restos de la imponente estructura educativa estatal y municipal son qui­zás el más importante entre los factores que vuelven posible la formación en Occidente de los llamados reinos romano-bárbaros. Pero al derrumbarse éstos, se hunde también, toda entera, la tradición de la educación laica y sólo permanece como fuerza civilizadora en acto la universalidad del mensaje cristiano.

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